Capítulo III

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No eres Nadie

A la mañana siguiente todo me había parecido un sueño, de esos eróticos que se convierten en pesadillas al darse cuenta del pecado que cometiste. Y el mío era particularmente horrible, me había estado masturbando observando a Regina, y ella parecía disfrutar por haberme descubierto, viéndose tan poderosa como seguro quería hacerlo. Fue por eso, no había duda alguna, que su hechizo me había hecho sucumbir ante ella, además solo la magia de la reina podía hacerme pecar de tal manera. Yo no era capaz de dejarme seducir por una asesina como ella. Por supuesto, no existía ninguna otra explicación, pese a que estuve pensando en eso el resto de la noche, en ella, sin poder apartar de mi cabeza esos labios rojos y esa cicatriz tan llamativa, a un punto en que tuve la tentación de concluir con lo que había empezado, pero seguramente eso sería ceder ante la magia de una bruja y yo, era mejor que eso, era una Swan.

Por un momento después del amanecer me sentí confusa, realmente nunca en mi vida me había dejado llevar de esa forma, pensé naturalmente, que solo era cuestión del ambiente que irrevocablemente alentaba a tales actitudes, pero la verdad (que me negaba a aceptar) era el llamado dentro de mí, que se vertía sobre los hombros de la reina. "No", exclamé para mí, no puedo dejarme caer ante ella, sería su victoria final y preferiría la muerte ante ello, sin embargo, cuando tocaron a mi puerta todo pensamiento fue interrumpido, dejando de lado el deseo de muerte, para levantarme con desgana, y abrir la puerta, tan solo para encontrarme a una chica que antes había visto, era un poco más alta que yo, con cabello muy rubio como un girasol, tenía la expresión de ser joven aunque su cuerpo parecía de una adulta, tiempo después descubrí que su nombre era Alicia.

-La Madame te solicita en el salón. - murmuró antes de retirarse rápidamente sin pronunciar algo más.

El momento había llegado, las cuentas deben ser pagadas. Sin ganas me vestí, con el atuendo más propio que encontré en el closet de la habitación, pues todo allí era tan vulgar que hasta unos látigos colgaban detrás de la ropa. Pero eso no tuvo importancia, me vestí como digna princesa y bajé las escaleras con la intención de asistir a la cita que me habían asignado. Al llegar, ya la Madame estaba esperándome con una copa de vino y una sonrisa particularmente petulante en el rostro.

-Siéntate querida, hoy es un gran día para ti. - expuso con alegría.

Sus palabras eran risueñas, como si realmente las sintiera como la realidad, sin embargo, yo sentía sobre mis hombros el peso de la verdad. Me senté frente a ella sonriendo, teniendo en mi cabeza una idea de lo que se trataba todo aquello. Ya había sido advertida de mi destino, pero verlo llegar era algo muy diferente, mi corazón se aceleraba y mi mente se nublaba.

-Emma, esta noche haremos una fiesta para vender el tesoro más valioso que tienes. – inició ella declarando finalmente mi pena. - Tu virginidad. Las chicas te ayudarán para que estés lo más apetecible posible, quiero recuperar al menos una pequeña parte de lo que invertí en ti el día de hoy.

Me quedé en completo silencio, de manera ausente y distante, se podría decir que abandone mi cuerpo, guardando con recelo la opción de que esa mujer no era yo, que la pena no sería la mía, sino que yo solo era una observadora invisible, que se deleitaba dando paso a un montaje de teatro que podía observar desde el interior. Fue así, como estuve sentada en silencio prácticamente todo el día, fui bañada, y peinada como una princesa, pero mi rostro fue adornado con maquillaje impropio y labios rojos, dándome la apariencia de ser una prostituta más. "Pobre chica", dije para mí, "¿Pensaste realmente que llegarías a ser reina?" Continué, solo existe una reina sobre estas tierras y jamás serás tú.

"Jamás serás tú" repetía sin cesar hasta que finalmente sentí unas manos frías por mi espalda. Fue entonces que pude reaccionar, tan solo para ver a otra de las tantas chicas del lugar, maquillando algunos moretones sobre mi piel que aún conservaba del largo viaje. Por alguna razón, el mejor atuendo para esa ocasión era ninguno, sólo mi piel expuesta con aceite y perfume, para que todos vieran lo que estaban comprando y para concluir un par de zapatos de tacón alto color negro y unas cadenas en mis manos y cuello, dando el aspecto más precario que alguna mujer de mi familia tuvo jamás. Eso era todo lo que era ahora, una esclava, una puta, nunca más una princesa, nunca realmente una reina. "Pobre chica, debes sentirte realmente desesperada" fue lo que dije al final.

Las Dos ReinasDonde viven las historias. Descúbrelo ahora