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—Oye. —Ruggero bajó las escaleras siete horas más tarde, llevando una toalla envuelta alrededor de su cintura. Había una gran cantidad de piel a la vista. El hombre era un festín visual. Hice un esfuerzo consciente para mantener mi boca cerrada. Conservar la sonrisa de bienvenida en mi cara estaba más allá de mis capacidades. Había planeado jugar a ser indiferente, para no asustarlo. Ese plan había fracasado.

—¿Qué haces? —preguntó.

—No mucho. Hubo una entrega para ti. —Señalé las bolsas y cajas que esperaban en la puerta. Todo el día había reflexionado sobre el problema entre nosotros. La única conclusión a la que había llegado era que no quería que nuestro tiempo terminara. No quería firmar los papeles de divorcio. No todavía. La idea me hacía querer empezar a vomitar de nuevo. Quería a Ruggero. Quería estar con él. Necesitaba un nuevo plan.

Con la yema de mi pulgar froté sobre mi labio inferior, adelante y atrás, adelante y atrás. Había ido a dar un largo paseo por la playa más temprano, viendo las olas romper en la orilla y reviviendo ese beso. Una y otra vez, reproduciéndolo en mi mente. Lo mismo pasó con nuestras conversaciones. De hecho, separé cada momento de nuestro tiempo juntos, exploré cada matiz. Cada momento que podía recordar de todos modos, e intenté, forzosamente, recordarlo todo.

—Una entrega. —Se agachó junto al paquete más cercano y comenzó a rasgar la envoltura. Aparté los ojos antes de echar un vistazo a su toalla subiéndose, a pesar de estar tremendamente curiosa.

—¿Te importa si uso el teléfono? —pregunté.

—Karol, no es necesario que preguntes. Sírvete tú misma cualquier cosa.

—Gracias. —Probablemente Valentina y mis padres estaban enloqueciendo, preguntándose qué pasaba. Era el momento de enfrentarse a las repercusiones de la foto de mi trasero. Gemí por dentro.

—Esto es para ti. —Me entregó un paquete de grueso papel marrón atado con una cuerda, seguido por una bolsa de compras con algunas marcas de las que nunca había oído impresas en el lateral— Ah, este también por lo que veo.

—¿Lo es?

—Sí. Le pedí a Laura que ordenara algunas cosas para nosotros.

—Oh.

—¿Oh? No. —Ruggero negó con la cabeza. Luego se puso de rodillas delante de mí y arrancó el paquete marrón de mis manos— No "oh". Necesitábamos ropa. Es muy simple.

—Eso es muy amable de tu parte, Ruggero, pero estoy bien.

Él no escuchaba. En su lugar levantó un vestido rojo de un largo tan revelador como los que usaban aquellas chicas en la mansión.

—¿Qué carajo? No te pondrás esto. —El vestido de diseñador salió volando y luego rasgó la bolsa de compras a mis pies.

—Ruggero, no puedes simplemente tirarlo al suelo.

—Claro que puedo. Ahora, esto es un poco mejor.

Una camiseta negra cayó en mi regazo. Al menos esta parecía ser de la talla correcta. El revelador vestido rojo tenía que ser una talla cuatro lo cual era una broma. Probablemente una bastante cruel, dado que a Laura no le agradaba la idea de tenerme de vuelta en Los Ángeles.

Una etiqueta colgaba de la camiseta. El precio. No podían ser en serio.

—Vaya. Podría pagar la renta por semanas con esta camiseta.

En lugar de una respuesta, me lanzó un par de jeans negros ajustados.

—Toma, estos también están bien.

Las Vegas [Ruggarol] Donde viven las historias. Descúbrelo ahora