Le di un tiempo para que se calmara y luego lo seguí a la playa. La luz de la mañana era cegadora, cielo claro y azul todo el camino. Era hermoso. El aire salado del mar aclaró un poco mi cabeza. Las palabras de Ruggero plantearon más preguntas que respuestas. Esa enigmática noche consumía mis pensamientos. Llegué a dos conclusiones. Ambas me preocupaban. La primera era que la noche en Las Vegas era especial para él. Mi imprudencia o el solo hecho de preguntar sobre la experiencia le molestaba. La segunda era, sospechaba, que esa noche él no estuvo tan borracho. Hablaba como si supiera exactamente lo que hizo. En ese caso, ¿cómo diablos debió sentirse a la mañana siguiente? Lo rechacé a él y a nuestro matrimonio completamente. Debió sentirse decepcionado y humillado.
Hubo buenas razones para mi comportamiento. He sido increíblemente desconsiderada. No conocía a Ruggero entonces. Pero estaba empezando ahora. Y cuanto más hablábamos, más me gustaba.
Ruggero se hallaba sentado en las rocas con una cerveza en la mano, mirando al mar. Un viento fresco del océano sacudía su pelo largo. La tela de su camiseta dibujaba firmemente su amplia espalda. Tenía las rodillas flexionadas con un brazo alrededor de ellas. Lo hacía parecer más joven de lo que era, más vulnerable.
—Hola —le dije, en cuclillas junto a él.
—Hola. —Con los ojos entrecerrados contra el sol, y luego me miró.
—Lo siento por presionarte.
Él asintió, miró hacia el agua.
—Está bien.
—No quise molestarte.
—No te preocupes por eso.
—¿Seguimos siendo amigos?
Él dejó escapar una carcajada.
—Por supuesto.
Me senté a su lado, tratando de averiguar qué decir, que podría arreglar las cosas entre nosotros. Nada de lo que podía pensar en decir iba a compensar lo de Las Vegas. Necesitaba más tiempo con él. El tic tac del reloj de los papeles de la anulación se hacía más fuerte a cada minuto. Me ponía nerviosa, pensando que nuestro tiempo juntos sería corto. Que en breve todo terminaría y no volvería a verlo o hablar con él de nuevo. Que no llegaría a armar el rompecabezas de lo que éramos. Mi piel se puso como de gallina por algo más que el viento.
—Mierda. Tienes frío —dijo, pasando un brazo alrededor de mis hombros, acercándome más a él.
Y me acerqué, felizmente.
—Gracias.
Dejó la botella de cerveza, envolviendo ambos brazos a mi alrededor.
—Probablemente deberíamos entrar.
—En un rato. —Mis pulgares frotaron mis dedos, jugueteando— Gracias por traerme aquí. Es un lugar encantador.
—Mmm.
—Ruggero, de verdad, lo siento mucho.
—Oye. —Puso un dedo bajo mi barbilla, levantándola. La ira y el dolor habían desaparecido, reemplazados por la bondad. Me dio uno de sus pequeños encogimientos de hombros— Solo vamos a dejarlo ir.
La idea realmente me dio pánico. No quería dejarlo ir a él. El conocimiento era sorprendente. Miré hacia él, dejando que lo asimilara.
—No quiero dejarlo ir.
Él parpadeó.
—Está bien. ¿Quieres compensarme?
Dudaba que estuviéramos hablando de la misma cosa, pero asentí de todos modos.