Era un día oscuro, sombrío y frío de invierno. Enero, el mes más deprimente de todo el año -y eso que yo cumplo los años en ese mes,- ese mes después de Navidad, en pleno invierno, con el frío y…lo peor de todo: la vuelta al instituto justo después de esas vacaciones tan maravillosas que pasas con tu familia, justo después de empezar un año nuevo. “Quizá este año sea diferente…” No, nunca lo es. Nunca va a ser diferente por mucho que quieras cambiar el echo de ser una pringada, la marginada a la que no hacen más que darle palizas sin motivo aparente, bueno, sin motivo.
Es esa maldita voz otra vez; esa voz que me machaca, que suena y rebota dentro de mi cabeza una y otra vez repitiéndome siempre lo mismo: “No llegarás a nada; Ellos tenían razón, eres inútil; No sirves ni como saco de boxeo, pero me encanta pegarte…” ¡Basta! He prometido que sería mas positiva, además este año sí que será diferente…nueva casa, nuevo instituto, nueva ciudad, nueva vida -espero- y…nueva aula.
Tengo entendido que es la número 13. Odio ese número, por el ángel pero si está maldito…algunos dicen que da mala suerte (me incluyo también en ese grupo), y otros dicen que aleja a los malos espíritus aunque…yo seguiré incluyéndome en el grupo que dice que está maldito -y que da mala suerte- igual que mi aula nueva.Primer día de clase, hacía a penas dos días que mis padres y yo, mejor dicho mi madre mi padrastro y yo, nos habíamos mudado a ese pueblucho desierto de vida, lleno de misterios y de maldiciones. La que más destaca es “La maldición del aula número 13.” El problema era que yo no conocí esa maldición hasta que la viví en mi propia carne.
Para que os pongáis en situación, mi nuevo instituto había sido, años atrás, un psiquiátrico en el que experimentaban y torturaban a los enfermos, pero existía una habitación especial para eso: la habitación número 13 o, como la llamaban los trabajadores, la Habitación Roja. Dicen por el pueblo, cabe decir que me refiero a los viejos chiflados que han vivido siempre en el pueblo y aún no han muerto, que la llamaban así porque sus paredes y el suelo se teñían de un color rojo sangre cuando terminaban los experimentos y/o torturas. Que por qué diantres construyeron un instituto encima de un viejo psiquiátrico en el que torturaban a sus víctimas…ni idea.
En fin, primer día del curso y todo parecía ser igual que en el otro instituto a excepción de que tenía la ventaja de ser tan invisible que ni los profesores me prestaban atención. Lo cierto es que nunca olvidaré la primera vez que entré en la número 13. Fue algo…demasiado extraño; nada más entrar por la puerta, un escalofrío recorrió toda mi espalda -de arriba abajo- y toda la sangre se me heló. Era una clase pequeña, con a penas cinco alumnos, siempre hacia frío; las paredes estaban muy mal pintadas de un amarillo pastel que termina por ponerte nerviosa si lo miras durante cinco minutos seguidos. Había dos ventanucos por los que a penas pasaba un débil rayo de luz y una lámpara con luz blanca que alumbraba a, tan sólo, la mitad de la estancia. La parte de atrás, oscura y tenebrosa, parecía que ocultaba algunos de los secretos más oscuros de ese pueblo; no me acerqué allí, no me atreví ya que, hasta a mí me parecía demasiado creepy. Realmente te sentías un loco sin remedio al entrar en ese sitio, pero no sería yo la primera en caer…