Capítulo X

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Que los Santos no pierden nada con la pérdida de las cosas temporales

Si dicen que perdieron cuanto poseían, pregunto: ¿Perdieron la fe? ¿Perdieron la religión? ¿Perdieron los bienes del hombre interior, que es el rico en los ojos de Dios? Estas son las riquezas y el caudal de los cristianos, a quienes el esclarecido Apóstol de las gentes decía: «Grande riqueza es vivir en el servicio de Dios, y contentarse con lo suficiente y necesario, porque así como al nacer no metimos con nosotros cosa alguna en este mundo, así tampoco, al morir, la podremos llevar. Teniendo, pues, que comer y vestir, contentémonos con eso; porque los que procuran hacerse ricos caen en varias tentaciones y lazos, en muchos deseos, no sólo necios, sino perniciosos, que anegan a los hombres en la muerte y condenación eterna; porque la avaricia es la raíz de todos los males, y cebados en ella algunos, y siguiéndola perdieron la fe y se enredaron en muchos dolores. Aquellos que en el saqueo de Roma perdieron los bienes de la tierra, si los poseían del modo que lo habían oído a este pobre en lo exterior, y rico en lo interior, esto es, si usaban del mundo como si no usaran de él, pudieron decir lo que Job, gravemente tentado y nunca vencido: «Desnudo salí del vientre de mi madre, y desnudo volveré a la tierra. El Señor me lo dio, el Señor me lo quitó; como al Señor le agradó, así se ha hecho; sea el nombre del Señor bendito>, para que, en efecto, como buen siervo estimase por rica y crecida hacienda la voluntad y gracia de su Señor; enriqueciese, sirviéndole con el espíritu, y no se entristeciese ni le causase pena el dejar en vida lo que había de dejar bien presto muriendo. Pero los más débiles y flacos, que estaban adheridos con todo su corazón a estos bienes temporales, aunque no lo antepusiesen al amor de Jesucristo, vieron con dolor, perdiéndolos, cuánto pecaron estimándolos con demasiado afecto; pues tan grande fue su sentimiento en este infortunio como los dolores que padecieron, según afirma el Apóstol, y dejo referido, y así convenía que se les enseñase también con la doctrina la experiencia a los que por tanto tanto tiempo no hicieron caso de la disciplina de la palabra, pues cuando dijo el Apóstol Pablo «que los que procuran hacerse ricos caen en varias tentaciones», sin duda que en las riquezas no reprende la hacienda, sino la codicia. El mismo Santo Apóstol ordena en otro lugar a su discípulo Timoteo el siguiente reglamento para que anuncie entre las gentes, y le dice: «Que mande a los que son ricos en este mundo que no se ensoberbezcan ni confíen y pongan su esperanza en la instabilidad e incertidumbre de sus riquezas, sino en Dios vivo, que es el que nos ha dado todo lo necesario para nuestro sustento y consuelo con grande abundancia; que hagan bien, y sean ricos de buenas obras y fáciles en repartir con los necesitados, y humanos en el comunicarse, atesorando para lo sucesivo un fundamento sólido para alcanzar la vida eterna. Los que así dispusieron de sus haberes recibieron un extraordinario consuelo, reparando sus pequeñas quiebras con un excesivo interés y ganancia, pues dando con espontánea voluntad lo pusieron en mejor cobro, formándose un tesoro inagotable en el cielo, sin entristecerse por la privación de la posesión de unos bienes que, retenidos, más fácilmente se hubieran menoscabado y consumido. Estos bienes pudieron muy bien haber perecido en esta vida mortal por los fatales accidentes que ordinariamente acaecen, los cuales, en vida, pudieron poner en las manos del Señor. Los que no se separaron de los divinos consejos de Jesucristo, que por boca de San Mateo nos dice: «No queráis congregar tesoros en la tierra, adonde la polilla y el moho los corrompen, y adonde los ladrones los desentierran y hurtan, sino atesoraos los tesoros en el cielo, adonde no llega el ladrón ni la polilla lo corrompe, porque adonde estuviere vuestro tesoro, allí estará también vuestro corazón.» En el tiempo de la tribulación y de las calamidades experimentaron con cuánta discreción obraron en no haber desechado el consejo del Divino Maestro, fidelísimo y segurísimo custodio. Pero si algunos se lisonjearon de haber tenido guardadas sus riquezas adonde por acaso sucedió que no llegase el enemigo, ¿con cuánta más certidumbre y seguridad pudieron alegrarse los que, por consejo de su Dios, transfirieron sus haberes al lugar donde de ningún modo podía penetrar todo el poder del vencedor? Y así nuestro Paulino, Obispo de Nola, que, de hombre poderoso se hizo voluntariamente pobre cuando los godos destruyeron la ciudad de Nola, una vez ya en su poder (según que luego lo supimos por él mismo) hacía oración a Dios con el mayor fervor, implorando su piedad por estas enérgicas expresiones: «Señor, no padezca yo vejaciones por el oro ni por la plata, porque Vos sabéis dónde está toda mi hacienda.» Y estas palabras manifestaban evidentemente que todos sus haberes los había depositado en donde le había aconsejado aquel gran Dios; el cual había dicho, previendo los males futuro:, que estas calamidades habían de venir al mundo, y por eso los que obedecieron a las persuasiones del Redentor, formando su tesoro principal donde y como debían, cuando los bárbaros saquearon las casas y talaron los campos no perdieron ni aun las mismas riquezas terrenas; mas aquellos a quienes pesó por no haber asentido al consejo divino dudoso del fin que tendrían sus haberes, echaron de ver ciertamente, si no ya con la ciencia del vaticinio, a lo menos con la experiencia, lo que debían haber dispuesto para asegurar perpetuamente sus bienes. Dirán que hubo también algunos cristianos buenos que fueron atormentados por los godos sólo porque les pusiesen de manifiesto sus riquezas; con todo, éstos no pudieron entregar ni perder aquel mismo bien con que ellos eran buenos, y si tuvieron por más útil padecer ultrajes y tormentos que manifestar y dar sus fortunas; haberes, seguramente, que no eran buenos; pero a éstos, que tanta pena sufrían por la pérdida del oro; era necesario advertirles cuánto se debía tolerar por Cristo para que aprendiesen a amar, especialmente al que se enriquece y padece por Dios, esperando la bienaventuranza, y no a la plata ni al oro, pues en apesadumbrarse por la pérdida de estos metales fuera una acción pecaminosa, ya los ocultasen mintiendo, ya los manifestasen y entregasen diciendo la verdad; porque en la fuerza de los mayores tormentos nadie perdió a Cristo ni su protección, confesando, y ninguno conservó el oro sino negando, y por eso las mismas afrentas que les daban instrucciones seguras para creer debían amar el bien incorruptible y eterno eran, quizá, de más provecho que los bienes por cuya adhesión y sin ningún fruto eran atormentados sus dueños; y si hubo algunos que, aunque nada tenían que poseer patente, cómo no los daban crédito, los molestaron con injurias y malos tratamientos, también éstos, acaso, desearían gozar grandes haberes, por cuyo afecto no eran pobres con una voluntad santa y sincera, y éste es el motivo porque – era necesario persuadirles que no era la hacienda, sino la codicia de ella la que merecia semejantes aflicciones; pero si por profesar una vida perfecta e intachable no tenían atesorado oro ni plata, no sé ciertamente si aconteció acaso a alguno de éstos que le atormentasen creyendo que tenía bienes; y, dado el caso de que así sucediese, sin duda, el que en los tormentos confesaba su pobreza, a Cristo confesaba; pero aun cuando no mereciese ser creído de los enemigos, con todo, el confesor de tan loable pobreza no pudo ser afligido sin la esperanza del premio y remuneración que le estaba preparada en el Cielo.

La ciudad de Dios: Libro IDonde viven las historias. Descúbrelo ahora