Capítulo XVIII

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De la torpeza ajena y violenta que padece en su forzado cuerpo una persona contra su voluntad

Pregunto, pues, ¿por qué el hombre, que a nadie ofende ni hace mal, ha de hacerse mal a sí propio y quitándose la vida ha de matar a un hombre sin culpa, por no sufrir la culpa de otro, cometiendo contra sí un pecado propio, porque no. se cometa en él el ajeno? Dirán: porque teme ser manchado con ajena torpeza; pero siendo, como es, la honestidad una virtud del alma, y teniendo, como tiene, por compañera la fortaleza, con la cual puede resolver el padecer ante cualesquiera aflicciones que consentir en un solo pecado, y no estando, como no está, en la mano y facultad del hombre más magnánimo y honesto lo que puede suceder de su cuerpo, sino sólo el consentir con la voluntad o disentir, ¿quién habrá que tenga entendimiento sano que juzgue que pierde su honestidad, si acaso en su cautivo y violentado cuerpo se saciase la sensualidad ajena? Porque si de este modo se pierde la honestidad, no será virtud del alma ni será de los bienes con que se vive virtuosamente, sino será de lo: bienes del cuerpo, como son las fuerzas, la hermosura, la complexión sana y otras cualidades semejantes, las cuales dotes, aunque decaigan en nosotros, de ninguna manera nos acortan la vida buena y virtuosa; y si la honestidad corresponde a alguna de estas prendas tan estimadas, ¿por qué procuramos, aun con riesgo del cuerpo, que no se nos pierda? Pero si toca a los bienes del alma, aunque sea forzado y padezca el cuerpo, no por eso se pierde; antes bien, siempre que la santa continencia no se rinda a las impurezas de la carnal concupiscencia, santifica también el mismo cuerpo. Por tanto, cuando con invencible propósito persevera en no rendirse, tampoco se pierde la castidad del mismo cuerpo, porque está constante la voluntad en usar bien y santamente de él, y cuanto consiste en él, también la facultad. El cuerpo no es santo porque sus miembros estén íntegros o exentos de tocamientos torpes, pues pueden, por diversos accidentes, siendo heridos, padecer fuerza, y a veces observamos que los médicos, haciendo sus curaciones, ejecutan en los remedios que causan horror. Una partera examinando con la mano la virginidad de una doncella, lo fuese por odio o por ignorancia en su profesión, o por acaso, andándola registrando, la echó a perder y dejó inútil; no creo por eso que haya alguno tan necio que presuma que perdió la doncella por esta acción la santidad de su cuerpo, aunque perdiese la integridad de la parte lacerada; y así cuando permanece firme el propósito de la voluntad por el cual merece ser santificado el cuerpo, tampoco la violencia de ajena sensualidad le quita al mismo cuerpo la santidad que conserva in violable la perseverancia en su continencia. Pregunto: si una mujer fuese con voluntad depravada, y trocado el propósito que había hecho a Dios a que la deshonrase uno que la había seducido y engañado, antes que llegue al paraje designado, mientras va aún caminando, ¿diremos que es ésta santa en el cuerpo, habiendo ya perdido la santidad del alma con que se santificaba el cuerpo? Dios nos libre de semejante error. De esta doctrina debemos deducir que, así como se pierde la santidad del cuerpo, perdida ya la del alma, aunque el cuerpo quede íntegro e intacto, así tampoco se pierde la santidad del cuerpo quedando entera la santidad del alma, no obstante de que el cuerpo padezca violencia; por lo cual, si una mujer que fuese forzada violentamente sin consentimiento suyo, y padeció menoscabo en su cuerpo con pecado ajeno, no tiene que castigar en sí, matándose voluntariamente, ¿cuánto más antes que nada suceda, porque no venga a cometer un homicidio cierto, estando el mismo pecado, aunque ajeno, todavía incierto? Por ventura, ¿se atreverán a contradecir a esta razón tan evidente con que probamos que cuando se violenta un cuerpo, sin haber habido mutación en el propósito de la castidad, consintiendo en el pecado, es sólo culpa de aquel que conoce por fuerza a la mujer, y no de la que es forzada y de ningún modo consiente con quien la conoce? ¿Tendrán atrevimiento, digo, a contradecir estas reflexiones aquellos contra quienes defendemos que no sólo las conciencias, sino también los cuerpos de las mujeres cristianas que padecieron fuerza en el cautiverio fueron inculpables y santos?

La ciudad de Dios: Libro IDonde viven las historias. Descúbrelo ahora