Capítulo XXIV

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Que en la virtud en que Régulo superó a ,Catón se aventajan, mucho más los cristianos

Los incrédulos, contra cuyas opiniones disputamos, no quieren que antepongamos a Catón, un varón tan santo como fue Job, que quiso más padecer en su cuerpo horribles y pestíferos males, que, con darse muerte, carecer de todos aquellos tormentos, o a otros santos que, por el irrefragable testimonio de nuestros libros, tan autorizados como dignos de fe, consta quisieron más sufrir el cautiverio de sus enemigos que darse a sí propios la muerte. Con todo, por lo que resulta de los libros de estos fanáticos, a M. Catón podemos preferir Marco Régulo, en atención a que Catón jamás venció en campal batalla a César, siendo así que César había vencido a Catón, el cual, viéndose vencido, no quiso postrar su orgullosa cerviz sujetándose a su albedrío, y por no rendirse quiso más matarse a si propio; pero Régulo había ya batido y vencido varias veces a los cartagineses, y siendo aún general, había alcanzado para el Imperio romano una señalada victoria, no lastimosa para sus mismos ciudadanos, sino célebre por ser de sus enemigos; y, con todo, vencido al fin por los africanos, quiso más sufrir sus injurias sirviendo como esclavo que huir de la esclavitud dándose la muerte; y así, bajo el yugo de los cartagineses, mostró paciencia, y en el amor a su patria constancia, no privando a los enemigos de un cuerpo ya vencido, ni a sus ciudadanos de un ánimo invencible. Jamás tuvo la idea de quitarse la vida por insufribles que fuesen sus calamidades, y esto lo hizo por el deseo de conservar la vida; cuya presunción ratificó cuando, en virtud del juramento referido, volvió sin recelo al poder de sus contrarios, a quienes había causado en el Senado mayor perjuicio con sus raciocinios y dictamen que en campaña con su acreditado valor y temibles ejércitos. Así, pues, un tan gran menospreciador de la vida presente, que quiso más terminar su carrera entre enemigos crueles, padeciendo toda suerte de desdichas, que darse por sí mismo la muerte, sin duda que tuvo por horrendo crimen que el hombre a sí mismo se quite la vida. Entre todos sus varones insignes en virtud, armas y letras, no hacen alarde los romanos de otro mejor que de Régulo, a quien ni la felicidad le perdió; pues con tantas victorias murió pobre, ni la infelicidad quebrantó su constante ánimo, puesto que volvió sin temor a una servidumbre tan fiera, sólo por atender la felicidad de su patria; y si tales hombres, acérrimos defensores de Roma y de sus dioses (a quienes adoraban con el mayor respeto, observando religiosamente los juramentos que por ellos hacían), pudieron quitar la vida a sus enemigos, atendiendo el derecho de la guerra, éstos, ya que la veían conservada por la piedad del vencedor, no quisieron matarse a sí propios; pues no temiendo los horrores de la muerte, tuvieron por más acertado sufrir el yugo de sus señores que tomársela por sus propias manos. A vista de tales ejemplos, ¿con cuánta mayor razón los cristianos, que adoran a un Dios verdadero y aspiran a la patria celestial, deben guardarse de cometer este pecado, siempre que la Divina Providencia los sujete al imperio de sus enemigos, ya para probar la rectitud de su corazón, ya para su corrección? Pues es indudable que en tal calamidad no los desampara aquel gran Dios, que, siendo el Señor de los señores, vino en traje tan humilde a este mundo, para enseñarnos con su ejemplo a practicar la humildad, por lo cual, aquellos mismos a quienes ninguna ley, derecho militar ni práctica autoriza para atar al enemigo vencido, deben ser más cuidadosos en conservar vidas y no quebrantar las divinas sanciones.

La ciudad de Dios: Libro IDonde viven las historias. Descúbrelo ahora