Capítulo XII

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De la sepultura de los cuerpos humanos, la cual, aunque se les deniegue, a los cristianos no les quita nada

Pero dirán que, siendo tan crecido el número de los muertos, tampoco hubo lugar espacioso para sepultarlos. Respondo que la fe de los buenos no teme sufrir este infortunio, acordándose que tiene Dios prometido que ni las bestias que los comen y consumen han de ser parte para ofender a los cuerpos que han de resucitar, «pues ni un cabello de su cabeza se les ha de perder». Tampoco dijera la misma verdad por San Mateo «No temáis a los que matan al cuerpo y no pueden mataros el alma», si fuese inconveniente para la vida futura todo cuanto los enemigos quisieran hacer de los cuerpos de los difuntos; a no ser que haya alguno tan necio que pretenda defender, no debemos temer antes de la muerte a los que matan el cuerpo, precisamente por el hecho de darle muerte, sino después de la muerte, porque no impidan la sepultura del cuerpo; luego es tanto lo que dice el mismo Cristo, que pueden matar el cuerpo y no más, si tienen facultad, para poder disponer tan absolutamente de los cuerpos muertos; pero Dios nos libre de imaginar ser incierto lo que dice la misma Verdad. Bien confesamos que estos homicidas obran seguramente por sí cuando quitan la vida, pues cuando ejecutan la misma acción en el cuerpo hay sentido; pero muerto ya el cuerpo, nada les queda que hacer, pues ya no hay sentido alguno que pueda padecer; no obstante, es cierto que a muchos cuerpos de los cristianos no les cubrió la tierra, así como lo es que no hubo persona alguna que pudiese apartarlos del, cielo y de la tierra, la cual llena con su divina presencia. Aquel mismo que sabe cómo ha de resucitar lo que crió. Y aunque por boca de su real profeta dice: «Arrojaron los cadáveres de sus siervos para que se los comiesen las aves, y las carnes de tus Santos, las bestias de la tierra. Derramaron su sangre alrededor de Jerusalén como agua, y no había quien les diese sepultura»; mas lo dijo por exagerar la impiedad de los que lo hicieron, que no la infelicidad de los que la padecieron; porque, aunque estas acciones, a los ojos de los hombres, parezcan duras y terribles; pero a los del Señor «siempre fue preciosa la muerte de sus Santos»; y así, el disponer todas las cosas que se refieren al honor y utilidad del difunto, como son: cuidar del entierro, elegir la sepultura, preparar las exequias, funeral y pompa de ellas, más podemos caracterizarlas por consuelo de los vivos que por socorro de los muertos. Y si no, díganme qué provecho se sigue al impío de ser sepultado en un rico túmulo y que se le erija un precioso mausoleo, y les confesaré que al justo no perjudica ser sepultado en una pobre hoya o en ninguna. Famosas exequias fueron aquellas que la turba de sus siervos consagró a la memoria de su Señor, tan impío como poderoso, adornando su yerto cuerpo con holandas y púrpura; pero más magnificas fueron a los ojos de aquel gran Dios las que se hicieron al pobre Lázaro, llagado, por ministerio de los ángeles, quienes no le enterraron en un suntuoso sepulcro de mármol, sino que depositaron su cuerpo en el seno de Abraham. Los enemigos de nuestra santa religión se burlan de esta santa doctrina, contra quienes nos hemos encargado de la defensa de la Ciudad de Dios, y, con todo observamos que tampoco sus filósofos cuidaron de la sepultura de sus difuntos; antes, por el contrario, observamos que, en repetidas ocasiones, ejércitos enteros muertos por la patria no cuidaron de elegir lugar donde, después de muertos, fuesen sepultados, y menos, de que las bestias podrían devorarlos dejándolos desamparados en los campos; por esta razón pudieron felizmente decir los poetas: «Que el cielo cubre al que no tiene losa». Por esta misma razón no debieran baldonar a los cristianos sobre los cuerpos que quedaron sin sepultura, a quienes promete Dios la reformación de sus cuerpos, como de todos lo: miembros, renovándoselos en un momento con increíbles mejoras.

La ciudad de Dios: Libro IDonde viven las historias. Descúbrelo ahora