Gatos y ratones

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Es inimaginable la cantidad de gente que pasa por la vida de uno.

Personas que conocimos desde nuestra más tierna infancia. Aquellas que nos acompañaban o acompañábamos, dependiendo siempre de la personalidad de cada uno. Porque es bien cierto que la personalidad es algo con lo que nacemos.

Dicen que el mundo se divide en gatos y ratones, y siempre o casi siempre dominan los gatos.

Salvo raras excepciones.

Yo siempre fui ratón.

A medida que vamos creciendo, aquellas personas de la infancia van dejando paso a otras de nuestra adolescencia, y los ratones íbamos detrás de ellas, sin importarnos si al seguirlos, estábamos haciendo algo peligroso o no. Los ratones no mirábamos el peligro, sí lo intuíamos; pero amedrentados por los gatos, íbamos como cerdo al matadero. Interiormente siempre nos decíamos que eso no volvería a ocurrir, pero inevitablemente pasaba.

Pero no dejaban de ser hechos puntuales de infancia o adolescencia.

Cuando uno se hace mayor, la cosa cambia y mucho.

Nuestros actos ya no son robarle chocolatines al quiosquero, o recorrer doscientos metros de alcantarillas bajo el asfalto con un calor sofocante. Ni destrozar cuadernos de compañeras de clase, por el solo hecho de hacer daño. Ni robar dinero para juegos, etc.

De mayor, ya sin la inconciencia inocente, uno se adentra en terrenos de los que es casi imposible salir. La inconciencia se transforma en conciencia, a sabiendas de los que no va a pasar y así y todo, lo hacemos.

Y aquí volvemos a los ratones. Y al nombrarlos nos referimos a la cobardía. A no querer enfrentarse a las cosas por el simple hecho del que dirán. A bajar la cabeza y callar, a pesar de estallar y gritar mentalmente, rebelándose a ello.

Para los ratones, el que dirán domina el centro de nuestras vidas.

Vivimos por y para ello. Y nuestra vida se rige por ese principio. Jamás podríamos hacer algo, sin antes plantearnos que puede llegar a pensar el resto de la humanidad de nosotros. Y cuando hacemos ese algo, caminamos como escondidos en nuestra ratonera, no vaya ser que alguien nos diga lo que hicimos o nos lo reproche.

Eso sería insoportable y vergonzoso.

No encanta delegar y somos incapaces de tener que responsabilizarnos de nuestros actos o acciones. Por eso, siempre que tenemos la oportunidad, mandamos a alguien a que haga lo que nosotros no nos animamos a hacer.

La mayoría de las veces lo conseguimos y disfrutamos con ello, porque momentáneamente, evitamos la situación. Hasta que aparece otra, generalmente mas rápido de lo que querríamos, y tratamos de nuevo de evadirnos de nuestra responsabilidad.

Los ratones tenemos mucha imaginación. Somos capaces de inventar e idear fantasías inverosímiles cuando la ocasión lo requiera. Sin olvidarnos que los gatos siempre son mayoría, y hay que esquivarlos como sea.

Estos son peligrosos, astutos y no tienen piedad de nosotros. Podríamos morir empujados por ellos, cometiendo o haciendo lo que ellos no quieren. De ahí que nuestro ingenio imaginativo sea grande, hay que escapar de sus garras. Porque uno de nuestros mayores castigos es la vergüenza.

Se preguntarán porque tenemos vergüenza. Como dijimos al principio, nacemos y convivimos con ella, como parte de nuestra personalidad e inherente a nuestra existencia.

Con los años uno se va curtiendo en esto. Forma parte de nuestra vida. Nunca desaparece ni desaparecerá, siempre va a permanecer ahí, enmascarada. Pero logramos, con el tiempo, aprender de los gatos. Como se dice , la letra con sangre entra.

A mi me entró de una forma que nunca podría imaginarme.

Hace ya algún tiempo que pasó, pero nunca lo olvidare.

Una especie de maduración, de paso de la adolescencia a la adultez. De capullo a mariposa.

Yo era ya adulto.

Este es mi metamorfosis de ratón a gato.

Y esta es mi historia.

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