Capitulo cuatro: Eros...

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Caído el luminiscente astro, sembrado el cielo de innumerables puntitos, era escrutado el gran cuadro sobre nuestras cabezas por un joven inamovible, lucía tranquilo. Tienta la oscuridad su aflicción, llena sus neuronas con miedo, temor a ser rechazado incluso a una escala mayor que la última vez por la susodicha Talía, un trauma desatado ahora en el aislamiento, prensa sus dientes a la par que su rostro cambia, enfadado y desdichado desea explotar, exhala violentamente, cierra sus parpados, aspira bocanadas de aire que reducen su presión sanguínea.

- Necesito un paseo – menta recogiendo un pequeño bloc de notas.

Apenas hace unas pocas horas la señorita que algunos creen hecha de queso dejaba ver su cara en su totalidad, las calles vacías, salvo por un afligido, casi lloroso ser, no transitaba alma alguna por aquellos lares, su desplazamiento continuo sobre el interminable asfalto que se perdía a lo lejos en una gran pared negra, rodeado por arboles de acero dispersos a partes iguales, unos parpadeantes por los siglos vividos, a sus pies yacían pequeñas trampas naturales procreadas entre muchas huellas y el suelo que no podía negarse a esos encuentros, tropiezos que pasaban inadvertidos por culpa de una mano que agarra con fuerza un ligero conjunto de hojas unidos por el zigzaguear de un cable de cobre revestido de un plástico verde.

Una roca inadvertida, un iceberg, un traspié, pecho al piso, manos vacuas, leves magulladuras, polvo levantado, un agravio, ningún testigo, una frase de queja que es mejor no decirla, larga búsqueda infructuosa, resignación. Golpea sus prendas eliminando la evidencia de una anécdota que nunca verá la luz, abatido procura tomar reposo en un parque cercano de allí.

Una farola en el centro, maltratada, obsequia visibilidad, una papelera que no puede aceptar más inquilinos no deja solo al farol, unos bolardos rodean todo, que, de antaño, podrían ser llamados postes de seguridad, solo sirven para ambientar el decrepito entorno en el que están, el terreno repleto de adoquines grises, aunque magullados por las fechas no incomodan el pasear, los columpios rotos casi en general, dos respiran, juntos, uno chirria meciéndose cuando la señorita que acaricia las copas de los árboles le impulsa, el otro, tosco, no se mueve, su asiento es un neumático grueso, rustico pero usable, y los bancos de un mármol frio, dispuestos de dos en dos, pulcros, como si recién fueran estrenados, esperan por los pies cansados.

Él arriba, mas no es el único, sollozan en uno de los muebles, se acerca lento, pregunta.

- ¿Estas bien?

El llanto es cambiado por un estrujar rápido, se desvanecen las lágrimas, se gira.

- Si lo estoy.

suenan conocidas las palabras, llevan un pequeño toque del nudo en la garganta que incapacita una correcta locución.

- ¿Mara? – Se sorprende al verla.

Lo reconoce, aunque no habla, David se sienta a su lado, no le preocupa importunar, saca un pañuelo, se lo entrega, no es recibido al instante, pareciera que no desea aceptarlo, no obstante, el brazo sigue extendido, no es un acto solidario, es un sentimiento puro, no dice nada, mudo espera ser aceptado, sabe muy bien que no le concierne y, aun así, su pecho arde por saber, quiere conocer que la hace sufrir, porque ha tomado como propio ese dolor. Cede, acepta la tela, enjuagar el agua que se mantenía en sus mejillas mientras da unas gracias que podrían conmover a todos, que voz tan preciosa, piensa el chico feliz.

- Debo irme – le informa.

- Quédate un poco- suplica.

Lo piensa por instantes en los que entiende que necesita de esta compañía, estar sola en casa es reconfortante por momentos hasta que te ataca la ansiedad de escuchar otra voz que no sea la tuya y las paredes que se pintan de blanco se sienten más angostas, tanto que te asfixian sin compasión obligándote a huir raudo. Pero hay peligro, es un hombre quien se sienta a su lado, nadie tiene conocimiento sobre las espeluznantes acciones que puede efectuar en medio de la nada, tiembla fugaz casi imperceptible pero decidida a tomar el riesgo ya que no le genera inseguridad solo el rechazo natural a su género.

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