El primer recuerdo de toda mi existencia que tengo es de uno o dos días antes del día del padre. Estaba en la escuela, tenía cinco años, usaba esa horrible falda color verde y el cabello tan corto como un niño que necesita urgente un corte de cabello. Lo recuerdo, era algo así como un jueves y hacíamos camisetas con nuestras manos estampadas con pintura para los padres. Irónico, regalarle una camiseta con mis manos al hombre cuyas manos más tarde abofetearían a mi madre constantemente y posar mis labios en las mejillas de aquel sujeto que usaría los suyos para escupir palabras afiladas como un cuchillo y amargas como la bilis.
Al día siguiente gastaríamos un viernes en hacer un miserable evento del día del padre en el que obsequiariamos corbatas. Como me gustaría haber guardado la mía para estrangularlo con ella. Como me gustaría rebanarle el cuello mientras duerme. Como me gustaría... Hay mucho que me gustaría en realidad, pero nunca me he concedido ningún gusto de esos.
Por aquel entonces, tenía una fijación enorme con mi padre. Era la persona que más amaba en el mundo, incluso le amaba más que a mi madre. Pasaba pegada a el como un maldito chicle en el zapato. Era totalmente indiferente a la batalla campal que tomaba lugar tras la puerta del cuarto matrimonial, para aquel entonces mi padre era mi héroe. No negaré que en algún momento de mi vida... Le quise. Si, le quise. Le adoraba. Pero más tarde, casi año y medio después, mientras comía en medio de un silencio incómodo en medio de mis padres fue cuando una pequeña chispa de entendimiento se encendió en mi mente. Más tarde, en mi cumpleaños número siete empecé a preguntarme por qué mi madre llevaría sus blusas abotonadas hasta el cuello cuando hacía un tremendo calor, por qué la excesiva cantidad de cervezas en el refrigerador o por qué las únicas veces que escuchaba reír a mi padre eran aquellas en las que salía al pórtico a hablar por teléfono con un contacto cuyo nombre nunca revelaba. Empecé a entender, pero no podía soltar a mi héroe. Mi padre seguía puesto arriba en un pedestal altísimo en la repisa de mis aficiones. Pero, eventualmente, todo en mi vida empezó a cambiar a grandes zancadas; y a los nueve años mi vida era totalmente diferente. El sitio que llamaba 'casa' ya no era mío, compartía vivienda con varios familiares. No tenía prácticamente nada que pudiera llamar 'mío', casi nunca veía a mi madre y mi padre pasó de ser una figura humana a una voz imaginaria cada vez que leía las cartas que mandaba desde una ciudad lejana en la que estaba por 'viajes de trabajo'. Casi un año después de leer cartas, me di cuenta de que aquella ciudad se llamaba clínica de desintoxicación para adictos y una parte de ese 'viaje de trabajo' si la había pasado en otra ciudad... Con una mujer mucho mas joven que él, gastando NUESTROS ahorros en mejorar su casa mientras yo podía haber estado muriendo de hambre de no ser por la caridad de mis familiares; embarazándola y permitiéndose grandes cantidades de cerveza a costa del sueldo que ganaba por a duras penas trabajar. Fue ahí cuando el telón finalmente cayó y el cuento de hadas llegó a su fin, dejando a un lado el cartel estúpido y colorido de 'final feliz', para mostrar aquel oscuro espejo que mostraba como en realidad son las cosas al final. Solo entonces fui capaz de ver las cosas como realmente eran y quizá siempre habían sido. Mi madre, la leona de lucha incansable. Y mi padre, el alcohólico golpeador.