Capítulo Diecinueve

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Nuestros zapatos de charol negro sonaban contra el pavimento de la calle mientras nos encaminábamos a la enorme mansión donde nos estábamos quedando. El olor a tierra mojada que se colaba por nuestras fosas nasales se volvía cada vez más fuerte a medida que nos adentrábamos en el barrio. No había llovido en mucho tiempo, pero todos los vecinos de la zona parecían haberse puesto de acuerdo en encender los regaderos en el mismo horario.

Las viejas y secas hojas crujían bajo nuestras suelas haciéndose añicos. A pesar de que solía caminar siempre atenta a mis alrededores, no podía evitar sentirme más segura en este sector. No era una comuna cerrada y mucho menos privada, no había que pasar por seguridad para ingresar. Pero, aun así, la seguridad en la zona aumentaba debido a las importantes y ricas familias que habitaban las casas a nuestros costados. Esto hacía que caminar sola fuera menos alarmante permitiendo que disfrutemos de la fría noche.

El viento soplaba fuertemente para ser otoño. Esto hacía que las desarmadas y oscuras ondas que formaban mi cabello se arremolinaran en mi cara. Cansada de tener que, constantemente, arreglarlas las até en una alta cola de caballo. Inspiré profundamente y luego de haber retenido el aire por unos segundos, lo solté desinflando mi pecho. Disfrutaba las noches como estas y no me molestaba mucho el frío, aun así, llevaba el buzo del colegio puesto y dejaba que las largas mangas cubrieran mis manos.

Luego de caminar las pocas cuadras que faltaban pudimos visualizar, a lo lejos, la conocida casa de Félix. Sus ventanas de cristal y llamativa entrada hacían imposible no voltear a mirarla. Sí, todas las casas de la zona eran más grandes de lo normal, pero esta lograba brillar un poco más que las demás. Observé cómo Kate corría su mochila hacia delante y quitaba de dentro su rectangular billetera negra. De esta tomaba una larga y codificada llave plateada. Los chicos nos habían entregado una copia a cada una, ya que estaríamos saliendo y entrando constantemente. Sería inútil y poco práctico tener que llamar a alguno cada vez que quisiéramos entrar.

Me sigue sorprendiendo el hecho de que hayan accedido a darnos espacio. Les explicamos que iríamos a comer con Jazmín y no queríamos que se espantara porque ellos nos seguían. Siendo franca estaba segura de que, al menos a Félix, le importaría poco y nada y haría caso omiso... pero no lo hizo. Estaba agradecida.

Kate introdujo la llave dentro de la cerradura y la giró dos veces y media antes de escuchar el cerrojo ceder. La empujamos para que se abriera y, en cuanto ingresamos, nuestras risas, que nos habían seguido durante todo el camino a casa, cesaron de repente.

—Llegan tarde –espetó Theo sin esperar ni a que cerremos la puerta.

—¿Tard...? –trató de indagar Kate mientras fruncía su nariz, logrando que sus pecas se acumularan en esta y luego volvieran a dispersarse en cuanto relajó el rostro.

—Deberían haber llegado a las siete y media –la interrumpió Collin, era lo más serio que lo había visto desde que lo conocí.

Frente a nosotras se encontraban los disgustados rostros de los chicos. Félix no había dicho palabra, lo cual me sorprendía, ya que siempre parecía tener una opinión innecesaria para brindar a la conversación. En cambio, me observaba fijamente a los ojos. Se notaba que mantenía la mandíbula tensada, ya que esta parecía ser más filosa de lo normal. Le sostuve la mirada sin siquiera pestañear.

—¡Eh! –le gritó Luna–. Tranquilizate, estamos acá, eso es lo que importa. Aparte no nos dijeron de un horario límite... seguro que no han ni cenado.

—No se trata de cenar –dijo Félix quitando sus profundos ojos azules de los míos– ni tampoco de un horario de llegada. Tendrían que haber estado acá a esa hora para su entrenamiento. –Mi corazón tocó fondo al recordar las palabras del pelinegro justo antes de la última campana.

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