XIX Inminente

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Con el paso de los días la primavera crece hasta convertir sus verdes pastos en amarillas líneas y sus brisas frescas en un aire estancado de calor. Aún así, las ventanas del castillo se mantienen cerradas y el pase a las terrazas está restringido. Las murallas sólo se abren una vez al día y la cantidad de guardias de la ciudad se ha reforzado mientras muchos más se preparan en los centros militares de Jaqum, cerca de las fronteras con Cegal, de quién no han escuchado una palabra desde que Thorsten regreso al castillo, herido.

Ni una aceptación a la oferta de paz, ni una declaración de guerra ni el regreso de los soldados. Cegal se mantiene firme como una amenaza mayor a la sequía que quema los campos y mata de sed a los pobres. Es una amenaza silenciosa pero el castillo la siente ondular en el sofocante encierro.

Mientras el rey mantiene constantes reuniones con el general Rael y los mensajeros que van y vienen en busca de novedades, la reina organiza tardes de juegos, noches de baile y cenas voluptuosas para mantener entretenida a la corte y que los abanicos movidos por sirvientas y las bebidas heladas les hagan olvidar que, en cualquier momento, podrían entrar en guerra.

Tina le hace un peinado alto a Ríona ya que las gotas de sudor le resbalan por la nuca y sus mejillas arden pese a su té helado, a su vestido suelto y a la sirvienta que la abanica. Recuerda la tarde que pasó en el estanque con Priamos, el agua fría en su cuerpo. Fue la última vez que salió tan lejos, antes de que su padre decidiera que ya deberían tener una respuesta de Cegal y cerrará el castillo por precaución. Tina termina el ostentoso rodete de trenzas y hebillas con perlas al tiempo que la puerta se abre dando paso a la reina, seguida por un abanico y tan acalorada como su hija.

—Esto es un infierno.

—Estoy de acuerdo, pero, ¿Sabés que es peor? Tus insoportables reuniones.

—Son lo único que mantiene la cordura en esta caldera.

Ríona suspira pero no dice nada. Pasó semanas exigiendo que la dejarán faltar a las pequeñas fiestas pero pronto se dió cuenta de que no era sólo una cuestión de etiqueta; sus padres querían tenerla vigilada para que no se le ocurriera ninguna imprudencia. No tardó en aceptarlo ya que, de otra forma, debía permanecer encerrada en su cuarto y Priamos estaba demasiado ocupado como para sacarla de su torre.

—Entonces no los hagamos esperar. —dice observando a su madre a través del espejo.

En el salón del ala este están dispuestas múltiples mesas repletas de tartas dulces, bombones, caramelos, frutillas, uvas, naranjas cortadas en rodajas y cubos de manzana. Las jarras de limonada y té helado se reparten en abundancia combinando con copas de cristal.

Mujeres y algunos hombres sentados a las mesas aplauden y ríen ante un ridículo acto de una compañía de teatro que incluye trajes coloridos y chistes sobre el calor y los tontos campesinos. En una habitación continúa todos los niños se encuentran al cuidado de criadas mientras sus padres disfrutan de no hacer nada. Ríona desvía la mirada al verde desteñido de los jardines y los altos árboles del bosque.

Últimamente la vida del castillo se redujo al ala este. Ríona lo notó luego de muchas fiestas consecutivas en ese mismo salón. Hace una semana, extrañada y aburrida por la monotonía, fue hacía el salón del ala oeste, más grande y ostentoso. Se veía perfecto, solo que vacío. Recorrió las blancas columnas con los dedos y dió un par de vueltas de bailarina bajo la luz amarilla que entraba por las altas ventanas que dan al jardín delantero, las puertas en las murallas y al pueblo. Se acercó a ellas distraída y pronto un murmullo llegó a sus oídos. Frente a las murallas había gente que agitaba los brazos al compás de gritos. Una muchedumbre de rostros blancos alargados y cuerpos de los que colgaban ropas demasiado grandes y viejas. Ríona no escuchaba lo que decían pero el hambre se notaba en los huesos de sus rostros y la sed en sus labios partidos en sangre. 

Dónde mueren los cuentos de hadas Donde viven las historias. Descúbrelo ahora