O5: Un día de promesas, siempre y cenizas

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Fue silencio todo lo que restó aquella noche, María y yo nos habíamos despedido con la promesa de que cualquier cosa fuera con ella para hablar. Le dije que sí, claro, porque en ese momento me había parecido una buena idea. Buena idea hablar un poco y no callar lo que siento, ahogándome, pero ya cuando la vi salir de la habitación me di cuenta que lo mío eran nada más que meras ilusiones. Ilusiones estúpidas, que no deberían ser contadas. Pecados, solo eso. Ella al salir por ese maldito pasillo, se llevó consigo mi necesidad de confesar mis pecados a alguien, tratando desesperadamente de compartir la cruz que me tocó cargar.

—¿Puedo pasar? —Gabriel se asomó por la puerta, ojos curiosos y con una mueca de incertidumbre en su rostro moreno. Le dije que sí y entró al cuarto, llegando solo para avisar que me dejara la tarde de mañana libre pues iríamos a la plaza como Doña Rosa había propuesto. María estaba encantada cuando escuchó la noticia, me comentó su hermano, pero luego recordó que tenía más cosas que hacer junto a Tomás gracias a la estresante, pero esperada, boda.

Asentí en silencio, y fui a ponerme el pijama al cuarto de baño. Era tarde, estaba agotado y sólo quería dormir. Abrí la puerta de la habitación, y me llevé un susto al ver la espalda ancha de Gabriel sin camiseta, y moví la cabeza intentando salir de mi ensimismamiento. Me estaba acostando intentando olvidar esa imagen, cuando él se dio vuelta y señaló mi rostro con preocupación, y casi como si estuviera retándome a mentirle.

—Están rojos —dijo lo evidente, pero solo me encogí de hombros.

—Me entró algo en los ojos, eso es todo.

—Ah, ok. —asintió, y juré haber visto algo extraño en sus ojos, me imaginé que era preocupación y nada más que eso—. Buenas noches Valentino.

—Descansa. —y por fin, luego de mucho tiempo pude cerrar los ojos y dormir. 

Al día siguiente dormí hasta tarde, María al parecer les había dicho que anoche no me sentía bien, así que me dejaran dormir nomás. Cuando me levanté a la hora de almuerzo, su madre me tenía su sopa especial de pollo para subir los ánimos del muchacho como dijo ella, y durante la comida extrañamente me sentí en paz, ignorando la mirada extraña que me regalaba Gabriel, por supuesto. Estaba mejor, y sólo pude sonreír al escuchar hablar a Doña Rosa sobre nuestro paseo de esa tarde, estaba acostumbrándome a su manera tan maternal de ser.

Con el hermano de María esperamos en la sala a que Doña Rosa estuviera lista, mientras que la chica iba por Tomás que se encontraba en el jardín trasero viendo quién-sabe-qué. Ellos dos se despidieron, saliendo de la casa más temprano de lo esperado, y Doña Rosa entró a la sala minutos después, ahora sin delantal y con un vestido morado, que era su favorito. Salimos de la casa poco antes de las 5, llegando a la plaza del pueblo más o menos en media hora a pie. Era diferente a lo que estaba acostumbrado de la ciudad, donde todo es bullicio y constante movimiento. Aquí era distinto, porque no había tantas tiendas, y las pocas que había estaban dispuestas rodeando un árbol gigantesco que era el centro del lugar, éste estaba protegido por una reja de acero verde con diferentes ornamentos. Lo que más llamó mi atención entre tantos puestos era la iglesia que se encontraba cruzando la calle de la plaza. Con sus grandes escalones de piedra antigua, y vitrales coloridos con símbolos religiosos e historias que contar sobre los santos. No he de mentir, era majestuosa.

—¿A poco no es bonita? —exclamó Doña Rosa capturando mi atención, sonriendo al verme embelesado observando el edificio. Dejé de mirarla, regresando mis ojos a la iglesia.

—Es gigantesca.

—Aquí se casó mi madre, aquí me casé yo —dijo con los ojos brillantes por un momento, hasta que se pausó como si recordara algo desagradable, negó y volvió a sonreir— y por ahora, aquí se casará mi niña. Y si Dios lo permite, aquí se casará mi hijo algún día, y mis nietos, y los hijos de mis nietos. Hasta siempre. 

Cenizas de un hombre muertoDonde viven las historias. Descúbrelo ahora