O4: Lágrimas que bailan y tormentas celosas

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Llegamos empapados de lluvia triste y el cielo, aun así, seguía estando llorando con más intensidad que antes. Nos adentramos a la casa a toda prisa y ahí estaba Doña Rosa con sus brazos cruzados y mirada desaprobatoria. Ella, aún en ese estado, nos dio la bienvenida y nos mandó a bañarnos lo más pronto posible, cosa que Gabriel se quejó, pero con solo una mirada de su madre bastó para que aceptara a regañadientes. Él fue el primero en entrar al baño mientras que yo ayudaba a Doña Rosa a acomodar las compras en la cocina. Era el ambiente raro, Doña Rosa era una mujer de muchas palabras y de un amor gigantesco para gente que no conoce del todo, detalle que me parece curioso, pero no molesto.

—¿Qué tal te la pasaste con Gabriel? —preguntó ella con una de esas sonrisas maternales que yo poco conocía, pero que igualmente apreciaba de alguna u otra manera como algo exótico que es difícil de encontrar.

Yo seguía ahí —aunque mi mente no del todo para variar—, entonces me vi agarrando de las compras el jugo de manzana y metiéndolo en el refrigerador.

—Bien —contesté mientras sacaba más cosas de la bolsa de mandado—, me enseñó el parque y comimos helado.

—¡Me alegra que te haya gustado, cariño! —exclamó, con una sonrisa en la que casi pareciera que se alegraba por mí, un desconocido—, pero es una pena que no hayas podido ver más aparte de eso, ¿qué te parece si mañana vamos a la plaza? Solo esperemos que el clima no sea tan feo como estos otros días.

—Me parece linda la idea, sí —hablé observando la caja de cereal que se encontraba en mis manos sin estar seguro de dónde dejarla—, ¿esto dónde va?

—Solo déjalo ahí, no te preocupes, yo lo acomodo —asintió ella a sí misma, acercándose hasta donde estaba yo y arrebatándome la caja de cartón de las manos con suavidad—, ya has hecho suficiente por hoy, ve arriba y dile a Gabriel que se apure en salir del baño, él se tarda eternidades si alguien no va y lo apresura —dijo juguetona.

Entonces hice lo que me pidió, subí las escaleras encaminándome al baño, crucé el pasillo y ahora estaba frente a la puerta blanca desde la que aún se escuchaba detrás el sonido de la regadera.

—Gabriel, tu mamá dice que te apures —avisé tocando la puesta con mis nudillos, solamente pude escuchar un "ya voy" amortiguado desde dentro y el ruido del agua cayendo cesar de repente. Di mi trabajo ahí por terminado, fui hasta la habitación que compartía con Gabriel y recogí mi ropa bajo el brazo. Yendo hacia el baño me encontré a Gabriel vestido a medias saliendo del mismo.

Estaba con unos pantalones vaqueros a la cadera y del pecho cubierto de vellos oscuros seguían cayendo gotas de agua. La piel que se alcanzaba a ver era morena, cómo no, e incluso más bronceada que sus brazos, él no era musculoso y tenía una pequeña pancita cervecera, pero aun así se veía como un gigante fornido —aunque irónicamente es más bajito que yo— comparado a mi cuerpo larguirucho y pálido. Justamente sobre el hueso de la cadera izquierda tenía un tatuaje de una sirena provocativa enroscada coquetamente en el ancla de un barco antiguo. Peligro, así definiría su mirada, lo cual contrastaba grandemente con la amabilidad que había encontrado hasta ese entonces en los ojos de su portador.

Pero bueno, no es como si realmente me interesara el físico, la piel o los tatuajes de Gabriel, sólo lo miré a detalle porque me bloqueaba la pasada. Es que era hasta indignante el hecho de que se le ocurriera pasearse por ahí con su pecho al descubierto, ¿no tenía pudor acaso? Igualmente, ambos hablamos por un periodo corto de tiempo mientras él seguía medio desnudo, de cosas banales y luego nos despedimos rápidamente sin querer yo mirarlo a los ojos por la pena ajena, entonces solo pude entrar al baño y cerrar la puerta con seguro. Vayas cosas que había visto.

Cenizas de un hombre muertoDonde viven las historias. Descúbrelo ahora