O6: Lo sacro y lo cotidiano

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Al momento de dar un paso dentro de la iglesia, sentí que el aire de mis pulmones se me escapaba por los labios sin poder evitarlo. Lo primero que vi fue ese inmenso pasillo que iba desde la entrada hasta el fondo del salón. A sus dos lados, como era de esperarse, estaban las bancas tan típicas de madera rojiza y lisa. Luego mis ojos fueron hacia el techo donde como parte de la decoración destacaban pinturas religiosas simplemente preciosas. Noté las luces, al ver un poco más el lugar, que rodeaban el interior de la iglesia y no pude evitar sentir una paz que me llenaba.

—¿Quieres orar un poco o solo quieres ver el lugar? —Doña Rosa me preguntó, yo no la miré por estar observando hacia la gigantesca cruz de madera que estaba hasta el fondo del edificio.

—Orar —dije, luego la miré—. ¿No le molesta?

—¿Cómo me molestaría, muchacho? —negó ella, riendo suavemente—. Me parece bien tu idea, solo que hay que decirle a Gabriel que cuide el mandado.

Asentí a sus palabras mirando atentamente hacia las bolsas que teníamos en nuestras manos, por mi mente cruzó la manera en que Gabriel se negaba a entrar en la iglesia, más que nada por ser ateo, argumentando que sentía que es de mala educación ir a la iglesia si no cree en Dios, detalle que, al escucharle, me incomodó un poco. Pero no dije nada, no era mi lugar hacerlo. Doña Rosa pareció entender a su hijo y aceptar sus palabras, entonces me fue inevitable no compararla con mi madre. Ambas eran tan diferentes una de la otra.

—Busca un lugar desocupado mientras le aviso, ¿va? — siguió hablando la mujer, le respondí que sí, y ella fue directo a la puerta que daba a la salida. Yo simplemente estuve caminando un rato, dándome cuenta del detalle del suelo, la forma en que estaba lleno de mosaicos de piedra con diferentes tonos grises. Me acerqué casi hasta el frente de la iglesia, pensando en que tal vez es el mejor lugar para orar.

—¿Usted es nuevo en el pueblo? No lo he visto por aquí antes —una voz me asustó, haciendo que diera un pequeño brinco, tardé unos segundos en recomponerme y mirar hacia donde escuché aquella voz.

Era un hombre mayor, de ojos cansados y con una sonrisa suave que se notaba gastada por los años. Pero al que aún le faltaba un tiempo más para irse, su espíritu parecía jovial.

—Sí, ¿y usted es?

—Soy el padre Gerardo —se presentó, observé su sotana y todo tuvo sentido—. ¿Me podría decir su nombre, joven?

—Valentino Gómez, un gusto —extendí mi mano como forma de respeto y saludo, el hombre la aceptó.

—¿Y qué le trae por estos rumbos tan perdidos en el mapa, Valentino? —se notaba que preguntaba por mera curiosidad y no sólo por cortesía.

—Una boda —dije—. Es de un amigo, y a su prometida creo que usted la conoce. Se llama María Velásquez —tan pronto como las palabras salieron de mi boca, pude ver como el padre pareció abrir los ojos por sorpresa, asintiendo un poco perdido en su mente.

—La hija de Rosa, sí —sonrió un poco—. No esperaba que los invitados viniesen tan pronto.

—Es que yo me encargaré de la despedida de soltero —le comenté, para luego darme cuenta que eso es algo que no debería estar diciendo a un padre, mucho menos dentro de una iglesia. Miré mis manos, nervioso.

—No se avergüence ─rió y eso solo hizo que me quisiera empequeñecer más y que el suelo me comiese—. Todos fuimos jóvenes alguna vez, es completamente normal —observé como miraba por sobre mi hombro derecho y sonreía aún más—. ¡Rosa, hola!

Seguí su mirada y vi como Doña Rosa sonreía hacia el padre Gerardo, acercándose hacia donde estábamos nosotros y saludándole de beso.

—Parece que usted ya conoció a mi nuevo hijo —jugó ella, haciendo que me pusiera como un tomate y jalándome de la mejilla, a lo que yo me quejé un poco, pero ella me ignoró—. No le estaba dando problemas, ¿verdad? —su tono fue duro y amenazante. Algo en mí se sintió cálido, no estaba acostumbrado a ser tratado de esta manera, y no es que me quejara, al contrario.

Cenizas de un hombre muertoDonde viven las historias. Descúbrelo ahora