O1: La llegada de un forastero

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3 meses después

Me adentré a unas tierras que desconozco, un pueblo chico a las afueras de la capital con pocos habitantes y sin tantos edificios. Desde donde estaba, sentado en el asiento del copiloto, podía ver a la gente que paseaba por las calles rurales, los puestos y negocios pequeños uno seguido del otro y al cielo a punto de romper en llanto.

—¿Y qué te parece el pueblo de María? —Tomás estaba a mi lado, con sus manos aferrándose con fuerza al volante—, a mí me parece lindo.

—Lo es, sí —no lo estaba mirando; era algo que no podía hacer. No desde que me enteré de la noticia sobre su compromiso con una mujer que yo poco conocía—. ¿Cuánto falta para llegar?

—¡Oh, falta muy poco! —podía saber que estaba sonriendo sin necesidad de ver su rostro, era algo que aprendí cuando éramos niños. De solo pensar en eso ahogo un lamento que no logra salir de mis labios—. Menos de 10 minutos, o eso espero.

Mis ojos fueron al cielo una vez más y luego los cerré. Sabía muy bien que lo que sentía por Tomás era un pecado, uno que me ahogará en las llamas del infierno, matándome lenta y tortuosamente y, claro, aquello era algo que no estaba dispuesto a sufrir cuando muriera. Reconozco que he intentado curarme varias veces, pero parece ser que no funciona; porque al final del día sigo igual de roto que el día en que nací.

—¡Llegamos! —la voz de Tomás hizo que abriera los ojos para así encontrarme con el panorama de una casa azul.

Pequeña y un poco vieja, se notaba gastada por los años, pero me gustaría creer que seguía teniendo su encanto. Poseía unas cuantas ventanas de madera blanca y descolorida, y a su alrededor un jardín de flores de todo tipo, pintando la casa de colores. Ambos bajamos del auto y mientras pasábamos por la reja negra que se encontraba en la entrada, pude oler, tal vez y sin estar seguro del todo, el perfume de unas rosas. Llegamos a la puerta principal y Tomás fue quien tocó.

—¡Ya voy! —una voz aguda se escuchó desde dentro de la dichosa casa antes de que la puerta se abriera. Ya al ser abierta, pude verla a ella, una mujer baja y regordeta, con cabello rizado castaño oscuro suelto y piel tostada, de entre cincuenta y sesenta años—. ¡Miren a quién me encuentro! Tomás, chico, qué guapo estás. ¿Y tú amigo quién es?

—¡Doña Rosa, hola! —Tomás la saludó con un abrazo mientras yo estaba a un lado viendo el intercambio de afecto—. Que gusto volver a verla —sonrió él, separándose—. Éste es Valentino, ya le he hablado antes de él.

—¿Valentino? ¿tu amigo? ¡No sabía que era tan guapo! —exclamó ella, con ojos soñadores—. Pasen a la sala, dejen y les preparo algo de comer mientras llamo a María para que baje —nos abrió paso a la casa, y entré sintiéndome como un forastero.

Caminamos por un pasillo estrecho hasta llegar a la sala y la tal Doña Rosa nos mandó a sentarnos en el sillón, nombrando a gritos a María. Sin perder mucho tiempo, la mujer se dirigió a la cocina y después de un pequeño rato regresó con té y galletas en mano.

—Coman, muchachos —habló ella con ese brillo emocionado en sus ojos, dejando así el platillo en una mesa pequeña de cristal, se acomodó a nuestro lado y nos regaló una sonrisa suave de amor y cariño por medio de su mirada—. Cuéntenme, ¿tardaron mucho en el viaje?

—Para nada —Tomás estiró su brazo para agarrar una galleta de chispas de chocolate, le dio un mordisco mientras que yo, por el contrario, tomé la taza de té caliente dándole un sorbo con cuidado de no quemarme los labios ni la lengua—. Duramos 4 horas de viaje, lo bueno es que no hubo tráfico como las otras veces que vine con María.

Cenizas de un hombre muertoDonde viven las historias. Descúbrelo ahora