La cuchilla se deslizaba por su piel como si de mantequilla se tratase. Los chillidos de dolor combinado con placer se ahogaban en su garganta. Las costras viejas volvían a abrirse, pero no pararía por nada del mundo.
—Abre, soy yo —decía su madre mientras golpeaba la vieja madera, que no dejaba de crujir.
Los crujidos de la puerta, los golpes y el deslizar de la cuchilla eran música para sus oídos. Seguía y seguía, contemplando cómo su mano se desvanecía entre tantos rasguños. Sarah soltó una carcajada. Sus ojos revelaban una chispa de lujuria, tenía una insaciable sed por sangre. Internamente, lo único que quería era que su cuerpo estuviera tan corrompido como su infancia.
—Voy a entrar.
Sarah cogió la sudadera más cómoda que tenía y se la puso encima, preparada para desvanecerse. Abrió la ventana y atando las finas sábanas de su cama al escritorio, intentó deslizarse al exterior como muchas otras veces había logrado. Se agarró con todas sus fuerzas a la tela y comenzó a trepar por las paredes. El aire en su corta melena se sentía tan bien y las zapatillas raspando con los ladrillos... Sarah estaba en sus aguas.
Sin embargo, justo cuando sentía que se acercaba al suelo sus dedos, húmedos de la sangre que desprendían sus pálidas muñecas, se despegaron del mantel. El cuerpo de la joven quedó suspendido en el aire durante unos breves instantes, instantes suficientes para recordar toda la mierda que la había hecho llegar a esa situación.
Una imagen borrosa se reprodujo en su cabeza. «Abre las piernas» gruñían las voces de sus borrachos padres.
En ese preciso instante, su espalda impactó contra las frías baldosas del jardín. Sarah se sentía rota, pero no por primera vez. Sus párpados pesaban como nunca lo habían hecho... y no pensaba luchar, prefería escuchar el dulce y tranquilizante susurro de la muerte antes que volver a verlos.
Sarah, la nena silenciosa que se sentaba en el último pupitre acallaba un llanto interno muy intenso, tan intenso que la había dejado paralizada... en el sentido literal de la palabra. Su espíritu libre y aventurero había quedado anclado a una miserable silla de ruedas. Sarah se sentía más limitada que en sus dieciséis años de vida previos y contemplaba con impotencia a sus compañeros bailar y reír, mientras deseaba no haber estado tan maldita.
Todos sentían curiosidad por la nueva alumna, que lanzaba amenazas con los ojos. Su amargura despertaba más murmullos y rumores que el embarazo de Kylie Jenner. «Es el pibón más desgraciado que ha pisado esta clase». «Su padre es mafioso y su madre puta». «Se cayó desde un tercer piso, debería estar muerta».
—Abrid el libro por la página 54 —rompió el silencio Laia, la profesora de Literatura— Hoy estudiaremos Romancero Gitano, de Federico García Lorca.
Un suspiro general inundó la sala, suspiro que Sarah contempló sin entender. ¿Por qué aprender molestaba tanto a los demás? Ella había crecido entre cuatro paredes, sometida a una rutina en la que escabullirse para ver documentales en los periodos de resaca de sus padres era una fantasía. Frunciendo el ceño, despegó su mirada desafiante y curiosa de las expresiones de aburrimiento de sus compañeros y volvió a tornarla hacia la despiadada silla que le impedía moverse con libertad.
—Oliver, empieza a leer, por favor.
Una serena voz comenzó a recitar una combinación de palabras deleitosa. El lirismo llegaba al corazón de Sarah y despertaba una tenue y delicada luz entre todo el caos que dominaba sus pensamientos. Jamás antes se había sentido así. A medida que la armonía de los versos de Lorca se desplegaba, el atónito ser de Sarah vislumbraba los trazos de una posible historia de amor... una historia en la que ella era la protagonista.
—¡Muchas gracias, Oliver! —exclamó Laia, poniendo fin al romance que por primera vez se abría puerta en el corazón de la joven— Sarah, ¿te animas a seguir?
Perpleja y nerviosa, Sarah tragó saliva. Sentía todas y cada una de las miradas que ahora estaban clavadas en su frente, esperando a que abriera la boca. Laia se acercó a su pupitre y, percatándose de su confusión, le dedicó una sonrisa.
—Prueba ahora —soltó amablemente tras rotar su libro.
Sarah seguía en silencio. Los gritos de auxilio se negaban a salir de su boca.
—¿Hay algún problema? —Laia comenzó a preocuparse ante su expresión inerte. Los murmullos no tardaron en reaparecer. «Tenía el libro al revés y ni se había dado cuenta». «Las putas no necesitan leer, bastante tienen con saber cobrar».
Sus ojos se tornaron hacia Oliver, en busca de consuelo. No se veía capaz de dar la razón a los crueles comentarios de sus compañeros. Intentó levantarse y huir, pero su cuerpo no la obedecía. Maldiciendo para sus adentros, dejó escapar dos lágrimas que recorrieron su rostro repleto de cicatrices. Sintiendo cómo todas y cada una de ellas escocían, buscó fuerzas para responder.
—Sí —balbuceó con esfuerzo.
Los ojos de Laia se pusieron como platos y el alumnado se alborotó. «¡Sabe hablar!».
—Yo... yo no debería estar aquí. No quiero estar aquí.
El titubeo quedó ahogado entre los cientos de comentarios, de insultos que la acusaban de puta y de analfabeta, dos adjetivos que, efectivamente, la describían.
—¿Sabes leer? —insistió Laia, logrando que su voz se impusiera sobre las demás.
Sarah negó con la cabeza mientras notaba cómo el llanto se escapaba, humillándola sin piedad. Las miradas clavadas se sentían como alfileres y los comentarios... hacían más daño que aquella desgraciada cuchilla.
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Overthinker [Completa ❤️]
Short StoryPensar de más y pensar de menos no ha hecho otra cosa que meterme en líos, que hacerme sentir miserable e insuficiente, que convertirme en un fantasma. Toda partida de ajedrez va bien hasta que alguien mueve la pieza equivocada, y no siempre está un...