Capítulo 7: Caballo

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¿Alguna vez has oído el término intrahistoria? Miguel de Unamuno fue de los primeros escritores en resaltar que los héroes verdaderos no son aquellos que sujetan las riendas de una nación, sino que más bien, son los hombres sin historia que a todas horas del día y en todos los países del globo se levantan a una orden del sol y van a sus campos a proseguir la oscura y silenciosa labor cotidiana y eterna. En palabras cristianas, ¿de qué serviría tener el mejor carruaje y cochero en ausencia de caballos?

En el anterior capítulo te hablé de cómo Mogu y yo perdimos a nuestro primer peón, Sawi, pero no te conté sus intrahistorias. Te presenté a mis amigas como personajes secundarios sin ningún peso, en parte, porque no fue hasta que perdimos el contacto que me di cuenta de que ellas también tenían algo que ofrecer, que aportar a este modesto resumen de mi vida. Quizá de aquella despiadada noche no sea capaz de rescatar más que imágenes borrosas, para nada coherentes, pero sí te puedo contar algo más de mis peones, de mis caballos y quizá de algún alfil.

No creas a los médicos cuando dicen que estoy loca, que no me queda ni un ápice de cordura al que aferrarme porque no saben lo que he visto, porque no saben que detrás de esa inocente sonrisa de Sawi se ocultan un sinfín de secretos, de intrahistorias que nunca vieron la luz. ¿Por dónde empiezo si tengo un océano que desvelar? Magnolia, Mogu para los amigos, no era una santa. Sarah y ella discutían con bastante frecuencia, aunque el lazo que tenían era más que impenetrable. Es por eso por lo que compartían dos collares de la amistad, que llamaban la atención por tener un precioso y místico rubí incrustado. Esos dichosos collares los llevaban día sí y día también desde preescolar, presumiendo de tener algo tan escaso y especial como alguien a quien poder confiarle la vida.

Lo cierto es que no muchos sabían que ese accesorio representaba algo bastante más profundo que una simple relación amistosa, representaba el más sincero romance. En efecto, todos los chicos que decían ser sus novios eran parte de un esquema, de una estafa para ocultar su verdadera esencia, para que nadie se preguntara qué hacían cuando se encerraban en los baños del instituto a solas. ¿Que cómo lo sé? Sin entrar en detalles, un día las escuché mientras me retocaba el maquillaje, ¿qué? No me tires de la lengua, porque no pienso decirte más de lo que debo, no pienso profanar sus nombres, menos aún el de Sawi. Ser homosexual, querido lector, no es un pecado, de hecho, siento lástima por mi difunta amiga, quien nunca llegó a salir de ese robusto armario en el que injustamente fue encerrada por una sociedad monocroma e impetuosa a la hora de juzgar.

La familia de Sarah, pese a ser un amor, era muy tradicional, hasta el punto en el que la desheredarían si llegasen a conocer su verdad. Miguel, su hermano mayor, era el único que apoyaba su orientación sexual hasta el punto de permitirles a Mogu y a ella quedarse en su apartamento los días en los que trasnochaba en la oficina. Se trataba de un individuo con la cabeza bien amueblada, organizado y muy trabajador; en lo que a su físico respecta, este era moreno, con la nariz fina, alto y esbelto, solía llevar su pelo largo y liso recogido en una coleta y vestía siempre con mucha elegancia, delatando un gran éxito laboral. Pero insisto, los emprendedores más resolutivos y que aparentan mayor sensibilidad suelen ser, asimismo, los más corruptos. Prueba de esto es la realidad que compartiré contigo a continuación:

—¿Estás segura de esto? —me preguntó. Sus ojos resplandecían una chispa de orgullo intrigante, haciéndome sentir babélica al no ser capaz de asimilar aquel panorama. Por aquel entonces, ambos habíamos llorado hasta deshidratarnos, maldiciendo a todos los dioses que se nos hubieran podido ocurrir. Aquella parecía otra velada más repleta de culpabilidad e impotencia en la que no podíamos hacer más que beber, ya que estar sobrios abría el paso a las peores pesadillas.

Nos habíamos acurrucado en el sofá lujoso de su piso, que tenía menos variedad de color que un tablero de ajedrez. Miguel iba por su cuarta copa de güisqui, que potenciaba aquel brillo, aquella chispa en su mirada de la que tanto os hablo. En cuanto a mí, había aprovechado para tomar varias copas de su dulce y caro licor pues, durante esos interminables días de verano me había logrado terminar todo el alcohol de mis padres y llevaba a palo seco Dios sabe cuánto.

Farfullando para mis adentros fingí tener confianza en lo que hacía, aunque, entre nosotros, te confieso que andaba más perdida que un pulpo en un garaje. Paulatinamente comencé a sincronizar mi respiración con la suya y a intentar seguir su modus operandi. Me disculpo por si no estoy siendo muy explícita, para evitar confusiones lo diré más claro; aquella tarde perdí mi virginidad e inicié una nueva trayectoria de la que, lo creas o no, me avergüenzo. Intuyo que —como muy probablemente te has empezado este libro por aburrimiento, por no tener nada mejor que hacer y ahora que la cosa se pone chismosa cual programa de Sálvame Deluxe— desearás saberlo todo, desde la posición en la que lo hicimos hasta el tamaño de su miembro (que te adelanto que no era muy grande), pero insisto en que esta no es una novela del montón. Yo no escribo pornografía ni trato que malgastes tu imaginación y tu tiempo en recrear nuestro encuentro sexual, por favor, madura un poco. ¿Por dónde iba? Ah, sí, Magnolia.

Tras aquellos breves momentos íntimos con el hermano de Sarah, por extraño que parezca, me sentía más viva que en años. Como ya te dije, mis recuerdos de aquellos días son escasos por la inmensa cantidad de alcohol que correteaba por mis venas, pero sigo pudiendo contener perfectamente el llanto y la ira que invadieron sus ojos nada más conocer la verdad al igual que los arañazos que dejó por todo mi —en aquel entonces— delicado cuerpo a modo de venganza.

Magnolia no era un simple peón, era más bien un caballo ya que, en el lugar adecuado, era capaz de joderte toda estrategia, tal y como hizo en cuanto se enteró de lo mío con Miguel.
Aunque sepa que cuando le contó cómo Sawi había muerto por mi culpa no quiso lastimarme (al fin y al cabo, sólo era alguien con el corazón roto o mejor dicho masacrado) no puedo evitar culparla por haberme traicionado.

En síntesis, perdí de vista a mi peón y antes de que pudiera evitarlo tenía al caballo de Mogu amenazando a mi rey. Sí, Mogu, la mozuela más pasota que he conocido, con su estilazo hippie y trenzas azules, había desencadenado inconscientemente un centenar de infortunios que me han convertido en el monstruo que soy.







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