Capítulo 4: Humor negro

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En los meses próximos, poca cosa digna de ser narrada aconteció. Oliver y Sarah habían estrechado sus lazos y esta frecuentaba su casa, quedándose hasta muy tarde leyendo clásicos en pareja. La Guardia Civil, por otro lado, había ignorado la denuncia de Lucía, calificándola como "una falsa alarma". Afortunadamente, el loco de su padre creía haber acabado de verdad con Sarah, con lo que ésta ahora compartía cuatro mugrientas paredes con un centenar de libros, su mejor amiga y un canino demasiado cuco como para ser real.

Gran parte de los moratones de su pecho se habían difuminado, pero Sarah era consciente de que harían falta años o, incluso decenios, para que su cuerpo sanara por completo. Sus muñecas lucían una nueva vida, aunque ocasionalmente la tentación se sobreponía sobre su juicio y lo nublaba. Ese periodo de curación en parte no habría sido posible si Lucía no estuviera encima de ella a todas horas, confiscándole cuchillas y forzándola a ser más creativa a la hora de autolesionarse.

—¿En qué página te has quedado?

—Recién terminé el quinto capítulo —dijo Oliver tumbado boca arriba sobre el húmedo césped que cubría el parque del Retiro.

—Yo voy por el sexto... ¡¡¡el mayordomo mata a su esposa!!! —exclamó Sarah con voz burlona, sintiéndose victoriosa por haber sido la más rápida leyendo.

El parque del Retiro de Madrid debe en gran medida la fama a su gigantesco tamaño segmentado en numerosos pequeños recintos que permiten que, en una ciudad con millones de habitantes, se pueda disponer de cierta privacidad acompañada de contacto con la natura. Sarah y Oliver compartían espacio con un majestuoso sauce llorón, que hacía de ese encuentro entre amigos una fantasía.

—¡Qué asco das! Eras mucho mejor cuando no sabías leer —se quejó Oliver a la vez que le pegaba un codazo amistoso. Y, antes de que pudiera protestar, se lanzó sobre el libro de Sarah, cerrándolo delante de sus narices. Esta, ligeramente irritada, comenzó a barajar las páginas, intentando acordarse de dónde se había quedado.

El sol irradiaba una gran paz acompañada de misticismo, las hojas de los árboles se teñían de un enérgico naranja que retumbaba por todo el parque y lo cubría de una capa de inmensa serenidad y color. Una leve brisa se asomaba balanceando algunos de los mechones de Sarah, mechones que con suma delicadeza fueron apartados por Oliver, quien acariciando sus mejillas los colocaba sobre sus orejas.

—¿Tengo la palabra cliché escrita en la frente? —quiso saber la joven de golpe— Te recuerdo que también he leído todas esas obras ñoñas en las que la única manera de seducir, al parecer, es apartándole parte del cabello a una guapa pero inútil doncella... Vamos, muy lista no hay que ser para poder peinarse a una misma, digo yo.

Oliver soltó una carcajada ya que la otra había comenzado a removerse el pelo con nula preocupación, imitando a un chimpancé con piojos. Las risas aumentaban a medida que Sarah se metía en su papel, persuadiendo a Oliver a seguir su ejemplo. Este, sacando su celular del bolsillo, puso Fiesta pagana de Mägo de Oz y comenzó a bailar tontamente, al mismo tiempo que jugaba con su pelo. La música y la leve brisa habían dado lugar a una atmósfera repleta de júbilo, aunque Sarah sabía que el verdadero motivo de su sonrisa era aquel chico que una vez recitó un par de versos del Romancero Gitano, penetrando su corazón.

—¿Estoy guapa? —preguntó vacilona, aunque sabía por dónde iban los tiros.

—Mis palabras no pueden hacer justicia a lo que ven mis ojos, tu pelo es sencillamente..., uh, bueno, es tu pelo.

El tono de Oliver era tan satírico como cariñoso. Él se había acercado bastante a Sarah para poder mirarla bien antes de dar su respuesta, fingiendo que esta había sido pensada con bastante rigor. Su sudadera beige lograba resaltar algunas tonalidades amarillentas de sus ojos marrones, dotándolos de un parecido a la miel, mientras que el despejado cielo lila contrastaba con sus finos labios de color vino. En el caso de Sarah, su melena negra seguía bailoteando armónicamente con el viento y las cicatrices de su nariz habían menguado hasta el punto en que se confundían con sus pecas.

—Perfecto, así no es tan cliché —declaró la adolescente, para enseguida robarle un beso.

Oliver se quedó perplejo al haber sido testigo de la valentía de Sarah, que resultaba inigualable a la de ninguna ficción por él leída. Esta le miraba nerviosa y jugaba con sus propios dedos, sin saber cómo interpretar su reacción.

—Para una chica en ruedas... No tienes muchas dificultades para dar el... el primer paso —observó Oliver intentando sacarla de quicio.

Sarah se quedó callada, intentando aparentar cierta seriedad. Sin embargo, dicha seriedad no duró más de un segundo, tras el cual procedió a partirse el culo. Era, en efecto, la primera vez que se reía de la silla, que le había encontrado un sentido cómico a esa cárcel móvil. Oliver, dotado de mucha perspicacia, no tardó en darse cuenta de esa realidad e ingeniosamente elaboró un nuevo chiste:

—Te he hecho reír. ¡Qué bien que todo vaya sobre ruedas!

Sarah sentía que sus mejillas iban a estallar de lo rojas que estaban. El sentido del humor de Oliver, a pesar de pésimo, era capaz de hacer vibrar hasta la última fibra de su ser, de hacerla sentir exenta de sus pecados.

—Como sigas en ese plan, yo me levanto y me voy —se unió a lo que serían diez largos minutos de chistes malos.

Y así, de la nada, Sarah y Oliver habían compartido un primer beso, un primer capítulo en una historia en la que ambos eran los protagonistas. Pero ¿no suena todo esto demasiado perfecto para una chica maldita? Tienes razón, querido lector, hay que hacerla sufrir un poco más, hay que tornar las cosas, hacer un... "tlot pwist" de estos porque, como tú y yo muy bien sabemos, un final demasiado feliz hace que Shrek cierre el libro... y, siendo sinceros, Shrek es la ostia. Shrek, no cierres este libro, por favor.

Overthinker [Completa ❤️]Donde viven las historias. Descúbrelo ahora