1. DEDOS

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Cuando me enteré que no nos podíamos tocar la cara por el riesgo de contagio del virus me preocupé. No sólo soy una persona hipocondríaca y ansiosa por naturaleza, sino que además mis acciones obsesivas compulsivas me impiden estar completamente relajado sin tocar mi rostro.

Es algo que siempre hice y que nunca pude detener. Una caricia en la mejilla, en la barbilla, entre la nariz y la boca, el aroma de mi dedo al pasarla por esa zona... Acciones que calmaban mi espíritu ansioso y que ahora, aparentemente, no podía hacer sin arriesgarme a contagiarme.

Ahora me pregunto, ¿cómo es posible que algo tan nimio como tocarse el rostro traiga tanta dificultad en la vida de uno cuando deja de hacerse?

Al escuchar la noticia en la radio tenía mi cabeza apoyada en la mano, con los dedos rozando levemente mi mejilla. Al terminar de escuchar la advertencia instantáneamente me alcé y alejé mi brazo del cuerpo como si de una serpiente de tratase. Lo observé rápidamente, delgado y huesudo como el resto de mi cuerpo, con las venas sobresalientes como ríos azules y verdes en ese oceano beige que era mi piel. También observé al final del mismo, donde mi mano se abría con los dedos separados como una estrella. Las venas también la recorrían, y llegaban casi hasta la uña en el índice y anular.

Me volví hacia la radio y continué escuchando atentamente el informativo del Ministerio de Salud para saber sobre los otros métodos preventivos. Mientras la robótica voz explicaba monótamente cada uno de ellos, inconscientemente me apoye en mi brazo poniendo todo el peso de mi cabeza en mi mano, tal como estaba antes del anuncio.

Momentos pasaron hasta que me di cuenta, y casi como si se repitiera la escena, me encontré enderezado en mi silla observando como desde a kilómetros de distancia a mi brazo y manos.

Sería difícil. Lo sabía. Si hay algo más difícil que matar una criatura inocente, es matar una costumbre. Están tan metidas en nuestra existencia que muy pocos pueden abandonarlas, y la mayoría simplemente se rinden ante ellas.

Pero yo no quería. Ese virus del que tanto se hablaba tenía consecuencias graves, y siendo yo un hombre de salud delicada me encontraba constantemente preocupado. Lo último que quería era irme de este mundo postrado en una cama con una infección creciendo en mi interior.

Así que desde ese día abandoné mi hábito. Procurando que la ansiedad y los pensamientos paranoicos no me invadan, de a poco iba dejando de tocarme la cara. Lamentablemente no era tan fácil, y mientras más extendía el plazo de contacto entre mis extremidades y mi rostro, más se acrecentaba en mí una incomodidad cada vez más notable.

Al principio fue como la sensación que se obtiene si alguien se acerca y sopla delicadamente en una parte de tu rostro. No era algo incómodo, pero estaba ahí. Por suerte mi trabajo en la zapatería me tenía tan ocupado física y mentalmente que la mayoría del día me olvidaba del asunto.

Pero llegado el fin del horario laboral y la noche... Me era imposible cenar completamente en paz con aquella sensación en el rostro. A los días ya no estaba ahí, sino que ahora, de a poquito, se hacía notar. Especialmente en la zona de la mejilla, la nariz y la frente. El leve soplo entrecortado ahora era continuo, pero aún así no tanto. Supuse que un día simplemente desaparecería y no me daría cuenta hasta días, meses, o años después, como cuando nos acordamos de algo que siempre estaba en nuestra vida pero que sin notarlo dejó de estarlo.

Pero con cada día que pasaba la cosa empeoraba. A los días el soplido era como una presión física. Como si alguien hubiese puesto su dedo firmemente en las mejillas, la nariz y la frente (aunque una parte mía empezaba a creer que ya no eran sólo esas zonas: la sensación se expandía) ahora se me hacía increíblemente molesto. Ya hasta lo notaba durante el trabajo, desconcentrándome y arruinando algún que otro encargo.

HISTORIAS DE HORROR: RELATOS DE CUARENTENADonde viven las historias. Descúbrelo ahora