3. ALUCINACIONES

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Aspiré con entusiasmo sintiendo cómo el humo bajaba por mis pulmones, los llenaba, se dispersaba en ellos, y finalmente subía hasta salir por mi boca. Me lo quedé observando mientras se elevaba en el aire y dejaba como una especie de neblina en mi departamento.

La cabeza gigante estaba sobre la pequeña biblioteca al lado del televisor: observaba hacia el ventanal de mi terraza, donde las cortinas abiertas mostraban las ramas de los árboles meciéndose levemente al compás de la brisa. No se movía, solamente miraba, pero a los minutos pude notar cómo sus ojos, tan grandes como una bola de bowling e inyectados en sangre, empezaban a girarse lentamente hacia donde estaba yo.

La cabeza gigante me miraba de reojo y yo la miraba a ella. Ninguno de los dos parpadeaba. Esperé a que dijera algo, pero simplemente se dedicó a observarme con aquellas pupilas verdes como esmeraldas mientras yo aspiraba.

Tenía muy poco cabello y de color castaño. La piel era pálida, casi blanca, siendo las venas azules y gruesas como mi brazo que le sobresalían del cuello lo único que le daba color.

De pronto la cabeza, sin dejar de mirarme de reojo, abrió su boca y dejó caer su lengua casi hasta el suelo. Era como si a un pedazo de hígado crudo gigante lo hubieran bañado en una especie de moco espeso.

La lengua no se movía y simplemente se quedó colgando, goteando el suelo. Aún me miraba. No parpadeaba.

La cabeza se quedó así y yo me quedé así por minutos u horas. El tiempo que tuvo que haber pasado hasta que me dormí recostado y desperté.

El efecto se había ido. La cabeza gigante también. Me fijé y el piso enfrente de mi biblioteca no estaba manchado.

Tres días antes de que dictaran la cuarentena obligatoria me había mudado por primera vez sólo a un departamento en Belgrano.

Aún no había contratado el servicio de internet así que no tenía WI-FI, la mitad de los libros que junté toda mi vida quedaron en casa de mis padres ya que no había terminado de mover todas mis cosas, y los pocos cuadernos de estudio que tenía estaban repletos de anotaciones de las materias que tendría que rendir al finalizar el encierro (si es que alguna vez terminaba), y la única compañía viviente que tenía era la de mi gata, Mari.

Así que como verán (o leerán) todo apuntaba a que me iba a morir de aburrimiento.

O eso creía, porque al día siguiente del primer día del "aislamiento obligatorio" estaba acomodando mi ropa en el placard cuando al meter la mano en uno de mis buzos encontré un poco del pasto de Martín.

Martín es lo más cercano que tengo a un hermano: nos conocimos en los cursos de la facultad y rápidamente nos llevamos bien. La verdad es que somos bastante diferentes, pero eso no evita que pasemos buenos momentos juntos. Después de todo algunas cosas en común tenemos.

Y una de ellas es la afición por fumar. Para quedar bien con la persona que esté leyendo ésto diría que fumábamos cigarrillos, pero teniendo en cuenta el espantoso desenlace de esta historia, será mejor que sea sincero hasta en los detalles: consumíamos droga, todo tipo de droga.

No voy a hacer hincapié en todo lo que fumamos. Solamente voy a decir que el "pasto de Martín", la droga que me llevó a escribir lo que estoy escribiendo ahora, fue a su vez lo mejor y lo peor que consumí.

Al día de hoy no sé de dónde la sacó. Era como el LSD, pero no era como el LSD. Con el pasto de Martín nunca tenías un mal viaje. Ni siquiera si la probabas por primera vez. Sí, veías y (muy pocas veces) escuchabas cosas, pero te sentías tan tranquilo con la situación que apenas te veías afectado por lo que te sucedía.

HISTORIAS DE HORROR: RELATOS DE CUARENTENADonde viven las historias. Descúbrelo ahora