7. ESPECIAL RELATOS DE CUARENTENA

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Estábamos a tres meses de cuarentena y mi abuela se ponía peor.

Me acercaba todas las noches a la puerta de su cuarto y la observaba: siempre estaba recostada, con los brazos delgados como dos ramas frágiles extendidos a los lados de su cuerpo. Las manos estaban abiertas y palmas arriba, con los dedos levemente inclinados hacia adentro. Su boca apenas era una leve línea difusa en el océano de arrugas que era tu rostro.

Desde que había caído enferma no los pudo volver a abrir. Ni siquiera me acuerdo de su color.

Me quedaba ahí en la puerta por no sé cuánto tiempo. Capaz eran cinco minutos o dos horas. Es difícil calcular el tiempo cuando tu mente está hundida en recuerdos.

Cuando yo era chiquito y llegaba a su casa y me recibía con los brazos abiertos, fuertes, y me alzaba en el aire mientras la sala se llenaba con el sonido de nuestras risas. Cuando lloraba por mi corazón roto (la primera vez que sufría de amor) y ella me envolvía en sus brazos y, casi como si fuera magia, su consuelo y cariño envolvían mi juvenil espíritu quebrantado.

Las veces que salíamos los dos juntos e íbamos por el bosque de la mano cantando melodías antiguas pero bellas que mi abuela conocía de sus antepasados. Generalmente íbamos para cazar, pero otras veces simplemente aprovechamos el lindo día que hacía e íbamos hasta la fuente.

No era una fuente en sí. En realidad era un estanque, pero su belleza era tal que mi abuela decía que eso no fue hecho por la naturaleza, sino por algo o alguien que tenía una visión de la hermosura incomprensible para la visión humana.

Siempre nos hundíamos en la fuente y nadábamos desnudos, nieto y abuela, riendo o simplemente observando boca arriba al cielo donde las nubes pasaban tan lentas como nuestras vidas en ese pequeño mundo.

También era igual cuando salíamos a cazar: nos escondíamos detrás de unos arbustos o de un árbol y observábamos a la presa merodear tranquila, listos para caer sobre ella.

A veces mi abuela me regañaba porque me reía y espantaba a la presa. No lo podía evitar. La felicidad que sentía en esos momentos era enorme. Me sentía lleno de juventud, jovialidad y amor.

Recordaba todos esos momentos mientras la veía a ella postrada en esa cama sucia. Sin poder ver ni hablar.

Me iba de ahí cuando la angustia en mi corazón era demasiada para soportar.

Ella siempre fue una mujer saludable pero su salud se había deteriorado una vez empezada la cuarentena. La ausencia de alimentos era un problema que nos afectaba a todos por igual, y parecía que iba a empeorar antes de mejorar. Era un panorama oscuro... pero no tanto como el panorama que tenía al final del pasillo.

Ya sin esperanzas me dirigí a la puerta de entrada y tras ponerme una campera salí al exterior.

¿Por qué lo seguía haciendo? No tenía idea. A pesar de decirme que no tenía esperanza, capaz había alguna pequeña parte en mi interior que no se rendía. Pero era muy poco probable encontrar una presa: la cuarentena se hacía cada vez más estricta y para esa altura los bosques estaban poco más que vacíos.

Mientras caminaba perdí mi mirada en lo que me rodeaba: el Sol de la mañana se alzaba y alumbraba todo con un dorado que parecía envolver el alma de todas las cosas. Como un sueño.

De pronto me detuve. No sabía si lo que vi era realmente...

Pero sí, era.

A lo lejos pude ver una presa. Una cría. Y estaba distraída con unas ramas que dejaban caer unas plantas, con las cuales jugaba.

De pronto el espíritu de aquel muchacho jóven me invadió y salí de mi parálisis. Llegué a toda velocidad hasta la presa y la agarré. Enseguida la arrastré hacia la casa.

Mientras la llevaba empecé a llorar de alegría. Por fin. La abuela tendría comida, y se mejoraría. Volvería a ser la de antes.

La niña lloraba, pataleaba y gemía contra mi mano. La hubiera matado en el momento, pero pensé que era mejor no hacerlo.

A mi abuela querida le gustaban frescas.

HISTORIAS DE HORROR: RELATOS DE CUARENTENADonde viven las historias. Descúbrelo ahora