El lince que invocaba insectos

302 11 65
                                    

Cuando Gabriel se dio cuenta de que la invasión de insectos estaba ya en proporciones tormentosas, era demasiado tarde como para poder hacer algo para contrarrestarlo, aunque no es que no quisiera, en los tantos años que ya había vivido con su penuria ya se había acostumbrado a ella que no imaginaba una vida sin matar insectos.

Una vez tuvo la visión de que terminaría invadido por un ejército de insectos desobedientes que no hacían más que comerse sus matas de rosas, sus cactus minúsculos, sus valiosos libros, sus muebles antiguos y sus ropas, y si no se cuidaba, él mismo terminaría siendo alimento de esos desdichados seres con hambre infinita.

Todo comenzó cuando era apenas un cachorrito que tenía la costumbre de quedarse dormido a todas horas menos a la hora que tenía que dormirse, sus padres ya no sabían que hacer pues, en toda la noche Gabriel no hacía nada más que corretear en la casa, haciendo y deshaciendo lo que quería sin recibir algún escarmiento por sus ya agotados progenitores.

Su madre no tuvo más remedio que consultar con la curandera del vecindario, esta les dijo que lo llevaran a su casa para ver qué era lo que inquietaba al niño. «A veces los pequeños son atormentados por la noches por insolentes espíritus que hacen que les impidan dormir a su tiempo», dijo. Doña Bárbara, una matrona de gigantescas proporciones, leona, a como lo fue su padre y su abuelo, tuvo la certidumbre cuando lo vio que su diagnóstico era acertado, para ella siempre lo eran. Estaba bebiendo café, dio grandes sorbos y cuando la taza se vació la colocó al revés sobre el platito. Le dijo a sus padres que hicieran infusiones de canela, clavo de olor y leche por una semana a las seis, después proseguirían con té de tila, albahaca y manzanilla durante otra semana y por último solo con leche caliente. También les dijo que al momento de acostarlo, colocaran una bolita de naftalina debajo de la almohada para ahuyentar a los espíritus furibundos de la noche, por último les dijo echaran gotitas de formaldehido en las mesitas de noche y en las esquinas del cuarto para que potenciar los resultados. Justo antes de que se fueran le dio una última advertencia: «Cuidado de pasarse con la hora, uno nunca sabe que efectos pueden padecer si no se hace el procedimiento a como es debido», les dio, también, una tarjetita del Santísimo Leoncillo de las Virtudes y les dijo que, si era posible, le rezaran ya que nada se podía hacer sin él.

Los padres de Gabriel cuidaron mucho que se cumpliera todo lo que doña Bárbara les dijo, pero, por un descuido del padre, Gabriel no bebió su infusión de leche caliente ni durmió con la bolita de naftalina debajo de su almohada una noche lluviosa de Mayo, ya que el agua se metía por las goteras del techo de cinc en mal estado. El padre pasó en vela poniendo trastos aquí y allá y tiraba el agua una vez se llenaba el baldecito, estuvo haciéndolo hasta que el agua escampó en la mañana.

Esa noche, Gabriel durmió tranquilo y plácido en su cuarto que era el único lugar que no se mojó por el aguacero. Los efectos del error fueron haciéndose notar con el pasar del tiempo.

La primera vez que tuvo una crisis fue a los ocho años. Ese día, tomó una siesta después de llegar de clase, soñó que un enjambre de grillos llegaban a su cuarto a jugar con él, a enseñarle cómo es que hacían los grillos para saltar tan alto y el secreto de la planeación insectil con la ayuda de alas aerodinámicas hechas de sábanas blancas grandes y unos palos de escoba y lampazo. Cuando despertó, vio que cinco grillos, grandes y feos, estaban en la mesita de noche, viéndolo con esos ojos tan negros como la noche, extraños pero sin brillos. Gabriel movió la nariz y agitó la cola, pensó que el grillo le terminaría de contar el secreto de la aviación de los insectos y cómo es que hacen ese criii criii, tan molesto que sacaba de las casillas a su padre por las noches, hasta tal punto en que se levantaba de la cama y revolvía toda la casa buscando al insecto y no dormía del todo hasta que lo hallaba en un entre el techo de cinc y una viga y lo mataba de un zapatazo bien dado con pericia y satisfacción.

Huellas Antología de relatos y cuentos cortosDonde viven las historias. Descúbrelo ahora