Un mundo sin sombras

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Oliver recordó lo que su madre le dijo: la felicidad no se compra con dinero. Era muy pequeño y no lo entendía muy bien, pero al menos era feliz. Siempre fue feliz al lado de su madre. En ese momento no tenía conciencia sobre su propia situación, pues gran parte de su vida vistió de harapos remendados y comió de lo que traía su madre. «La felicidad no se compra» escuchó como un murmullo en su cabeza. Vivían en un barrio de la gran capital donde las circunstancias no eran propicias para que un niño como él creciera. Cuando apenas tenía cinco años su padre fue asesinado a manos de unos delincuentes que trataron de robarle, le propinaron dos puñaladas en el cuello, tres el pecho y una en el estómago. Su madre le dijo que a pesar de las cosas que a veces hacía o decía era un buen hombre, que la quería y que se aseguraba de que ambos comieran y vistieran, que todo lo demás no era importante.

Los que conocieron a Roland, como se llamaba el padre de Oliver, pudieron haber refutado lo que ella decía, pero no lo hacían, no lo hacían porque al ver la triste mirada de esos ojos diáfanos y apagados miraban un sufrimiento combinado con un ápice de alegría. Concluyeron que ella estaba de verdad mejor de lo que esperaban.

Oliver no recordaba nada de su padre, pero si mucho de su madre. La recordaba alegre, sonriente, pero al mismo tiempo observaba esos ojos tristes, anegados de sufrimientos, sufrimientos que eran imposibles ocultar, aun con la mejor sonrisa que pudiera poner.

Rebeca. Rebeca. Rebeca.

Un hermoso nombre para una hermosa madre, pensaba con regularidad Oliver, se sentó sobre la escalinata de algún gran edificio y extendió la mano para que alguien, con la suficiente misericordia, se apiadara de él y le diera unas monedas.

«Rebeca... mamá.»

A veces la miraba en sueños, en esos sueños la abrazaba y ella le daba besitos en las orejas, las mejías y las manos, pero entonces despertaba, llorando. La extrañaba.

No tenían casa, rentaban un cuartito donde apenas si cabían unos cuantos muebles. Lo recordaba muy acogedor y caliente, más grande de lo que parecía ser, más limpio ordenado de lo que era en realidad.

Una fría noche de invierno, dos hombres que vestían de manera elegante tocaron a su puerta y lo despertaron —un tigre y un zorro— no buscaban a su madre, como a veces solía suceder, lo buscaban a él, hasta sabían su nombre.

Le hablaban con mucha serenidad y confianza, ignorando por completo su pelaje blanco como la nieve. Oliver no entendía, pero hasta cierto punto le generaron confianza.

Después de unos minutos de charla en la puerta, uno de ellos le tocó la cabeza.

—Serás un gran hombre —dijo el zorro. Mostró una radiante sonrisa.

—Muchas gracias, señor. Mi mamá siempre lo dice. Quiero ser alguien fuerte para protegerla.

La sonrisa del zorro se apagó de repente. Su rostro serio asustó al pequeño.

—Tu madre se llama Rebecca ¿verdad?

—S-si. ¿La conoce? Sabe... ella conoce a muchas personas. Siempre les sonríe y es muy amigable con ellos.

—¿Ellos? —preguntó el tigre—. Dime, pequeñín, ¿sabes dónde iba tu madre en las noches?

—Erick, no es necesario ese comentario. —El tigre guardó silencio. Era mucho más grande y fornido que su compañero, pero se notaba el respeto que el tigre tenía para con el zorro.

El pequeño tigre los observó. Los notó nerviosos, con la mirada fría. Sintió un helado viento de invierno y pensó que ya debería de estar en la cama, cobijado. Me resfriaré si no me pongo algo más abrigado, pensó.

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