Más allá del horizonte

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Jeremías se percató que, a lo lejos, sobre la línea del horizonte, había un pueblo. Les dijo a los demás que era posible que hallaran comida para abastecerse, aunque dudaba un poco de sus propias palabras. Pensó que de todas formas la parada iba a ser obligatoria, la noche estaba levantándose conforme el ocaso llegaba a su óbito. No era seguro ya que las bestias empezaban a tomar lo que por derecho les perteneció en un principio, la noche era su territorio no el de ellos.

Avanzaron.

Pueblos como al que estaban llegando les permitían pasar una noche tranquila y eso era lo que Jeremías más ansiaba, un descanso sereno que le permitiese pensar en el futuro, algo que le permitiera pensar en lo que haría mas adelante. Desde hacía un tiempo no estaba seguro de sus decisiones y debía meditar sobre eso.

Ya habían transcurrido varios años desde el primer contagio y a la fecha el virus ya había matado a casi la totalidad de la población. Solo unos cuantos privilegiados con inmunidad genética sobrevivieron, aunque eso no les bastó para hacerle frente a algo peor que se avecinaba: la soledad y la capacidad de la maldad de todo ser vivo inteligente y emocional.

Jeremías volvió su mirada hacia atrás mientras caminaba, sus amigos y algunos que decidieron acompañarlo le seguían de cerca, vio rostros taciturnos, enjutos y con las miradas al horizonte llano y perpetuo, atentos, cansados. Algunos le devolvieron la mirada a Jeremías, sonriendo. En ese momento Jeremías pensó que la variedad de especies en su grupo era, quizás, lo que les permitió sobrevivir durante largo tiempo, pero..., el viento sopló y los árboles movieron sus hojas, fue una corriente de aire pasivo, un racheo casi imperceptible pero que fue suficiente para que todos vieran de nuevo a horizonte donde se encontraba el pueblo.

Jeremías suspiró.

—Continuemos —le dijo al grupo.

Llegaron en la noche. Las Luciernagas alumbraban su camino con tus tintineos verduzcos, había en abundancia en los patios de las casas y en ellas se escuchaba una sinfonía insectil, perfecta.

El pueblo estaba desierto y asaltado. Se les habían adelantado. Revisaron casi todas las casas —las luciérnagas se espantaban— y solo lograron encontrar unos enlatados, y unos kilos de granos secos con un poco de extra de insectos no comestibles, quitándolos, pensó uno de ellos, la comida se puede digerir.

La noche era calmada, aparte de los insectos solo se podía escuchar el viento ulular, los árboles murmurar con el rose de sus hojas y alguno que otro rugido o quejido de una bestia en la lejanía. El grupo de Jeremías estaba reunido en la casa más grande. Sin luz eléctrica desde hacía mucho tiempo, todas las noches se veían obligados a hacer una fogata la cual rodeaban como si fueran unos excursionistas en una noche despejada a punto de contar las más inútiles y tontas historias de terror.

En total eran seis. María, una loba; Travis, un ciervo; John, un león; Cooper, un impala y Susi, una zorra. Jeremías, un tigre, conoció a algunos antes de todo lo que sucedió y otros fueron uniéndose conforme avanzaba en la tarea de la supervivencia.

Los arboles crujieron y uno de ellos, John, echó un trozo de leña seca al fuego haciendo que unas cuantas brazas despidieran una pelusa brillante e incandescente. Travis suspiró cuando vio desaparecer el ultimo punto rojo en el aire. Vio de nuevo el fuego.

—Tenemos que movernos hacia el norte —dijo Travis. A su lado tenía una mochila desgastada y con algunos agujeros, sacó un mapa roído por el uso y lo examinó con atención. Los demás aguardaban en silencio. En el mapa se encontraban marcados varios puntos con equis, lugares en donde no había nada y otros con círculos que demostraban que era plausible una segunda incursión.

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