Capítulo 12: Sesión de literatura, dudas y ósculos

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Nathaniel guardó la laptop y algunos libros en su mochila, tenía las manos temblorosas. Seguía nervioso después de haberle pedido permiso a su padre para salir de casa ese día; era reacio incluso cuando se trataba de actividades escolares, sus profesores ya estaban acostumbrados a firmarle constancias.

Lo había tenido difícil para convencerlo de que era tutor de un compañero de clase, solo le había dejado ir gracias a que Ámber lo confirmó aunque no lo sabía, Nathaniel no le había contado nada sobre su nuevo cargo, pero ella había mentido con toda normalidad para cubrirlo. Nathaniel se imaginaba que su padre había cedido con facilidad porque no quería verse mal frente a ella, iba a ser muy notorio si se negaba después de su actitud frívola respecto a la ida al centro comercial.

Su padre entró al dormitorio. Cauteloso, aseguró la puerta tras él y permaneció ahí, observándolo con desprecio. Los pies de Nathaniel se quedaron pegados al piso, estaba tan aterrado como confundido por su silencio. Entonces se oyó el portazo de la puerta principal y el miedo creció en su interior.

―Ámber ha estado muy pendiente de ti. ¿Qué le has dicho?

Nathaniel se encogió cuando su padre llegó frente a él y le apretó la quijada.

―Nada ―alcanzó a pronunciar.

―Responde con la verdad.

―Nada. L-Lo juro ―susurró y le agarró la muñeca débilmente deseando que ablandara el agarre―. Por favor, no he...

Francis le jaló el antebrazo al ver el accesorio que llevaba.

―¿Qué es esto?

―¿Q-qué es qué?

―Esto. ―Señaló dando golpecitos con el dedo debajo de la pulsera―. ¡Responde de una vez, niño estúpido! ¡¿Desde cuándo tienes esto?! ―Estaba encajando tanto los dedos en su piel que Nathaniel sintió cómo su sangre dejaba de circular.

―Tres semanas ―respondió con la voz entrecortada.

Un cálculo fácil y Francis supo que esa pulsera la había adquirido el fin de semana que salió con Ámber. Con la misma mano que sostenía su antebrazo, agarró la pulsera y dio un tirón hacia abajo, provocando que las piedras se desplomaran por todo el piso. Y le propinó una fuerte bofetada a su hijo que lo empujó hasta el suelo.

―Mírame. ―Le pegó un puntapié en la espinilla, Nathaniel soltó un gemido de dolor y, soportando las ganas de llorar, se forzó a dirigir su atención a él―. Solo te dejo ir por Ámber. Si llegas un segundo después de las siete, te mato.

Nathaniel asintió como pudo, sobando el área donde había sido golpeado.

Cuando oyó el auto arrancar lejos de casa, sus lágrimas por fin brotaron inconsolables con lamentos desgarrados desde su garganta.

Se quedó al pie de la cama esperando a que la marca rojiza de su cara desapareciera. Después recogió las piedras del piso, lamentándose de que el primer regalo que le había hecho su hermana ya había sido destruido por su padre. Observó las piezas fragmentadas y la cólera rugió dentro de él.

¡No era justo! ¿Por qué no tenía derecho a conservar algo tan sencillo como una pulsera? Cada vez entendía menos el punto de tratar de ser un buen hijo cuando nunca recibía nada por ello. Nathaniel tenía la necesidad de patalear, de tirar objetos para liberar su frustración, quería gritar lo derribado que se sentía. Pero a la vez estaba demasiado cansado, ni siquiera tenía energía para levantarse del suelo.

Odiaba sentirse así. Tan aterrado. Tan pequeño. Tan incapaz. Odiaba cada parte de su vida.

Deseaba quedarse en cama sin hacer nada. Con resignación, dirigió su mirada hacia el reloj en la mesa de noche: eran las once y veinte de la mañana. El departamento de Castiel estaba a una hora de su casa a pie, tomaría el autobús y de todos modos no llegaría a tiempo. Detestaba ser impuntual.

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