Cerezo

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Con la alarma, llegó el nuevo día. Sintió al chico dormido a su lado removerse, ocultando la cabeza debajo de las almohadas, mientras refunfuñaba algo sin sentido. El dueño de la cama sonrió un poco mientras le quitaba la manta de encima a su compañero de habitación, quien se quejó un poco más, enfadado con la decisión del más alto de perturbar su sueño. Sabía lo que le iba a pedir sin siquiera mencionarlo, pero la respuesta sería la misma que desde hace semanas. El pelinegro no se rendía, sin embargo, porque quizás ese día si le hiciera caso a su petición. El más pequeño, lo rechazó, tomando el brazo ajeno para que el otro no se fuera de aquella cama. Soltó un suspiro.

Llevaban demasiado tiempo así y no era justo para ninguno de los dos. Al principio, cuando regresaron a la civilización, pactaron sin palabras que eso harían hasta que las pesadillas de ambos se calmaran; pero después, cuando cada uno recuperó su autonomía nocturna, su puerta se empezó a abrir a media noche, dejando ver al menor de los dos en el umbral de esta, cargando su manta, antes de que este se colara a su cama después de fracasar una vez más en su intento de dormir solo. El pelinegro lo permitía cada noche por el mismo motivo que lo dejaba quedarse en la cama hasta la puesta del sol: Así sabía dónde estaba y qué hacía. Y eso era mejor que nada.

Las primeras noches, justo después de meterse entre sus mantas, podía sentirlo aferrarse a su pijama, temblando al contener los sollozos, mientras sus lágrimas mojaban su pecho, ahí donde el otro enterraba su rostro. Se quedaba dormido abrazándolo, susurrándole que todo iba a mejorar, que las cosas iban a volver a estar bien, prometiéndole las mismas cosas que todos decían siempre, sabiendo que no dependía de él y que no podía prometer tal cosa. Algunas veces, en las noches malas, apagaba la alarma antes de que alguno de los dos pudiera conciliar el sueño.

Tan siquiera ahora podía dormir un poco.

— Debes levantarte— Le pidió en susurro. El otro haló de su brazo como respuesta, invitándolo a regresar a la cama— Tenemos cosas que hacer.

— Pueden esperar— Pidió, casi suplicando, mientras la fuerza que ponía en jalar al más alto aumentaba— Sólo un poco más, ¿Sí?

— Llevan esperando dos meses.

— Entonces no son tan importantes. ¿Por qué hacerlas ahora?— Y se levantó; quitándose las mantas y almohadas de encima, con el cabello castaño oscuro alborotado y los ojos rojos e hinchados, el chico salió de su cueva personal. Lo miraba con reproche, porque sabía que, de salir de ese cuarto, de esa cama, tendría que volver a enfrentar la realidad y no se sentía listo para eso— ¿No podemos quedarnos aquí un minuto más?

— Si lo hacemos, nunca vamos a salir— Su voz, contrario a lo que esperaba el otro, era calmada, como un susurro, como la haría alguien para calmar a un niño asustado— Lo sabes.

El mayor se sentó en la esquina de su lado de la cama, lo más alejado del otro. Ni siquiera sonrió cuando su plan resultó: El chico se acercó a donde él estaba, poniendo su frente contra su espalda. Casi al instante pudo sentir las lágrimas mojando su pijama; el castaño estaba llorando de nuevo. Se volteó, quedando frente a frente con el pequeño signo de ojos azules y acunó su rostro con ambas manos, usando sus pulgares para limpiar una lágrima que bajaba por su moflete. El pelinegro sabía cuándo ceder y cuándo presionar. Y este era momento de ceder.

Se acostó en la cama, lo cual el otro imitó, quedando frente a frente; y atrajo el cuerpo del contrario contra el suyo. Esperó en silencio, sin decir ni una sola palabra, hasta que el contrario se hubo calmado un poco. Sus cuerpos estaban tan juntos que sus respiraciones se mezclaban y podían sentir el calor emanando del cuerpo ajeno. Si fuera cualquier otro momento, en cualquier otro universo, quizá sería una buena señal, pero ni siquiera tenían la fuerza para pensar en eso.

Desastre || ZodiacoDonde viven las historias. Descúbrelo ahora