LA LLEGADA

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Aquel lugar no salía de mi mente. Cada día volvía a mi memoria como una estaca clavada en el fondo de mi alma que no podía salir. Nunca entendí el por qué. Era una casa como otra cualquiera; sin embargo, allí viví los mejores momentos de mi vida y a la vez los que me obligan a volver a esa estaca. Por eso cuando mis padres me obligaron a volver porque no llegábamos a fin de mes, supe en ese momento que la estaca no volvería a salir, algo que mis padres no lograban ver. Aunque en mi interior sentía el dolor más doloroso que jamás pude presenciar, en el exterior se transformó como un simple sudor frío que no salía de lo común en aquella tarde de julio. Ya habían pasado tres horas encerrada en el terciopelo del apreciado Peugeot de mi padre de los años 90. Mis padres compartieron sus mejores momentos en aquel coche, por ello, las manos sudorosas de mis padres se juntaron junto con una mirada cómplice que delataba su inocultable felicidad. Mis padres no habían conocido ningún riesgo en aquel pueblo, de hecho, ese pueblo nunca les olvidaría, al igual que a mí. Lo que no sabían era lo que pronto les iba a ocurrir si seguían conduciendo. Los sudores se volvieron más intensos cuando divisé en la lejanía el mugriento cartel que siempre anunció nuestra llegada a aquel pequeño pueblo. No pude describir la sensación que tuve al poner un pie en el pueblo dónde tuvo lugar mi infancia y los secretos que siempre tomé como ocultos, sentí que volvían a ser escuchados. Al volver a la realidad oí los susurros, veloces como el viento, que anunciaban la llegada de aquel característico Peugeot rojo de los 90. La primera persona que me hizo volver a la realidad fue mi abuela, tan fuerte y radiante como siempre, que me esperaba con uno de sus cálidos abrazos que ni en aquel día caluroso se podría llegar a despreciar. Por un momento, logré olvidar todo aquello por lo que aquel pueblo me causaba tanto dolor y fundirme en los brazos de mi querida abuela, sólo por un momento. Después de la calurosa bienvenida habitual de mi abuela y numerosos lametazos de Ramón, el perro que, al contrario que yo, no sentía un remordimiento, el cual, con cada lametazo que sentía, le reconcomía por dentro poco a poco, llegamos a la casa que había presenciado los horrores que me llevaron a sentir esa estaca con mayor fuerza que sólo aumentaba cuando traspasaba con rapidez el jardín observando la hamaca que creó mi abuelo con sus propias manos o el estrecho camino que llevaba a mi casa marcado por piedras blancas y el jardín cuidado tantos años por mi abuela. Sólo debía caminar esbelta como siempre tratando de parecer en mi habitual postura, pero poco a poco los momentos resurgieron como una ola trayendo todos los problemas del lejano océano a la cercana orilla. No tenía suficiente fuerza para bajar las maletas y el equipaje en general y notaba como el color de mi esencia desaparecía poco a poco dejándome completamente pálida en pocos minutos. Color que mis padres se dieron cuenta que tenía 5 minutos después. Me obligaron a entrar en aquella casa y me dieron algo de comer, como si eso solucionase algo. Mientras comía el famoso bizcocho que mi abuela preparaba a cada visita que se le aparecía, iba observando los radicales cambios de la casa. Al parecer, tras la muerte de mi abuelo, mi abuela decidió redecorar aquella casa ya que ese fue siempre el sueño no cumplido que mi abuelo siempre quiso realizar. Las paredes, de blancas con varias grietas causadas por la lluvia desaparecieron con un color más amarillo y los techos ya no era el culpable de tener que recoger toda la lluvia en todos los recipientes de la cocina. Tenía un aspecto menos siniestro de lo que creía recordar, pero su esencia perduraría siempre entre aquellas 4 paredes. Mi abuela nos contó sus grandes aventuras en la vuelta por América que realizó. Siempre quiso aprender inglés. Dijo que ya sabía el significado de "please". Tras 1 hora de las charlas entre mis padres y mi abuela, decidí ir a dar un paseo con Ramón. Según mi abuela, no había ido a pasear desde hacía 4 horas y ella ya estaba demasiado cansada. Además, necesitaba quitarme el gran peso que sentía de culpa y salir de aquel lugar, pero tampoco me hacía gracia pasear por el pueblo, ser reconocida y saciar las dudas pretenciosas de cada habitante del pueblo. Acabé dando una vuelta por la plaza del pueblo, la cual, estaba llena de curiosos turistas y los dueños de los numerosos bares y restaurantes que la rodeaban. Por suerte, pasé desapercibida durante 5 minutos. Los 23 minutos restantes que pasé allí, me topé con las insaciables dudas que no quería recibir del panadero, el carnicero, algunos vecinos... Afortunadamente, no me crucé con nadie que pudiese abrir más la brecha que me causó algún día aquel pueblo, o eso dije aquellos 28 minutos, pero pronto tuve que tragarme mis propios pensamientos cuando a lo lejos divisé aquel inconfundible pelo rubio de bote y alisado meticulosamente y aquellos labios pintados de negro que contrastaban con sus dientes blancos y alineados que casi nunca mostraba debido a su seriedad que en aquel mostraba debido al asombro. Poco a poco, la brecha se fue abriendo al divisar aquella mirada fría de ojos azules cruzándose con mis indefensos ojos color avellana. Sin pensarlo, antes de que la brechas se extendiera más de lo que se había extendido en ese momento, cogí a Ramón por la correa y me fui caminando lo más rápido que pude porque mis piernas me ordenaban que corriese pero mi cerebro me decía que mantuviese la compostura, lo cual, no debió servir mucho porque la voz de Sofía me alcanzó más rápido de lo que pensaba:

-    ¡María, espera!

En ese momento, las órdenes cambiaron de función porque mi cerebro quería salir corriendo de allí, pero mis piernas no respondían y me obligaron a quedarme quieta. Cada vez que oía los, seguramente, característicos tacones de Sofía acercándose, mi corazón ganaba 20 pulsaciones por minuto más, sentía que se salía de mi pecho de un momento a otro. Sentí como los sudores fríos y seguramente la pérdida de color de mi piel volvían en aquella, todavía, tarde de julio. Esperé hasta que se dispuso delante de mí. Cuando, a partir de ese momento, se produjo un silencio incómodo con aquella chica de metro cincuenta y siete y yo. Al ver que las palabras no iban a salir de mi boca, ella decidió comenzar la conversación jadeando todavía por la carrera:

-    María, ¿cómo tú por aquí?

Nunca comprendí cómo Sofia logró pasar de aquel verano con tanta normalidad. Aunque, a decir verdad, nadie sabe descifrar las emociones que oculta su rostro maquillado.

-    Bueno, echaba de menos pasear con Ramón.

-    ¿Qué tal Carmen desde lo que pasó? Se dice que se fue a dar la vuelta al mundo.

-    Está bien.

No sé si fue porque notó mis sudores fríos o mi fría respuesta, pero se volvió a producir un extraño silencio.

-    ¿Empezarás el curso aquí?

-    Sí, os he echado mazo de menos.

-    Bua, tía lo que te tengo que contar.

-    Tía, te veo mañana. Mi madre me ha pedido que le ayude con las maletas.

-    Bueno, va. Chao.

No sé qué fue más falso en aquella conversación, cada palabra que expulsé de mi boca o la sonrisa que me dedicó al marcharse. Mientras veía como mi mejor amiga desde los cuatro años se marchaba me di cuenta de los temblores que surgían en mi mano. Me dio lástima ver como la mejor amistad que he tenido tuvo que convertirse en un dolor que no sería curada por el tiempo. De camino a casa, me fui hundiendo en mis propios pensamientos al saber que al mes siguiente tendría que volver al instituto y sufrir más de 100 astillas clavadas al hablar con cada uno. Por suerte para mí, no tendría que verles la cara durante un mes, o eso pensaba. En verdad, nunca había pensado en los cambios que podrían haber sufrido cada uno en este pueblo. Pensando y pensando, acabé llegando a la casa de mi abuela. Me dolió, pero menos que la última vez que tuve que entrar. Para mi sorpresa, mi padre decidió hacer una barbacoa a pesar del pesado día que había tenido. La barbacoa me alegró un poco el día que había tenido hoy. Llegó el momento de acostarse, el cual quería atrasar lo máximo posible. Me sentía como una niña, me sentía insegura, aunque les tuviera en la habitación de al lado por lo que me quedé más de 5 horas frente a la televisión con el sonido de la serie y los sonoros ronquidos de mi padre. Decidí apagar la televisión y creía haber encontrado la manera de dormirme debido a que tenía a mi padre a mi lado, pero me equivoqué, y tanto que me equivoqué. Para la gran mayoría de gente, las noches son tiempo de descanso, pero aquel día era lo último que quería hacer. Aquella noche fue el momento más duro que tuve durante mi corta estancia en la casa de mi abuela porque todos los momentos me golpearon como una piedra, una piedra dura. Bajé a comer algo para poder conciliar el sueño y tratar de alejar aquellos pensamientos mediante un bollo y un sorbo de leche con Cola cao. Para el momento que el reloj de pared de mi abuela había dado las 5 de la madrugada, yo ya estaba dormida pero no pude evitar que los pensamientos volvieran en forma de pesadillas. Soñé con el tobogán donde yo siempre me tiraba de pequeña pero ya tenía los 17 años que tenía en aquel momento. Mi madre me llamaba y la abracé, pero me di cuenta de que tenía las manos manchadas de sangre así que la manché la camisa rosa que se ponía para ir a los restaurantes. Aun así, abracé también a mi padre y a mi abuela. Mi abuelo también estaba allí pero no me dejaba abrazarle. En cambio, me dijo:

-    ¿Crees que no se darán cuenta? Aquí no eres bienvenida.

Y me señaló el Peugeot de mi padre destrozado y al tocarlo me daba cuenta de que la pintura del coche también era en realidad sangre y al girarme para hablar con mi abuelo no estaba ni él ni mis padres ni mi abuela. En ese momento, desperté sudorosa y el reloj de pared dio las 5 de la madrugada; sin embargo, mi reloj de pulsera marcaba las 5:32. Todas mis preocupaciones y pensamientos se expandieron por todo mi cuerpo creándome unos escalofríos que esa vez no serían capaz de controlare un simple trozo de mi abuela con tal rapidez que no me di cuenta del desmayo que sufrí en un instante después.

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