XII

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Erik, a veces, pensaba en la muerte. Ese era un tema importante para él, mucho más cuando tienes 34 años y no sabes para donde deberías correr. La soledad y la monotonía con las que se llenaban sus días, le hacían plantearse el hecho de que el tiempo no regresaría y que, probablemente, lo estaba desperdiciando. Tal vez, sus proyecciones se iban demasiado a futuro, no obstante, una vez había leído que los seres humanos no se preocupaban por ello lo suficiente. Erik deseaba apreciar el valor de su vida, pasar sus días siendo consciente de que éstos no regresarían atrás. No quería banalizar su tiempo, hundirse en un mar de intereses triviales como había visto que muchos lo hacían, pero solo conseguía sentirse aterrado del final que le llegaría en algún momento, aunque, más que eso, le aterraba el final que iba a llegarle a la única persona que estaba junto a él y a la cual amaba.

El padre de Erik, Jakob, trabajaba en la construcción. Cuando ocurrió el accidente que acabó con su vida, Erik había tenido 13 años y la capacidad suficiente como para comprender que su padre jamás regresaría y que las últimas palabras que había tenido para él, habían sido "Tráeme algo al volver" No le había dicho que le amaba, ni le había agradecido cada momento compartido. La avaricia de los empresarios para ahorrarse un par de monedas, evitaron que los implementos de seguridad fuesen los suficientes para proteger la vida de los operarios. La caída desde 15 metros de altura, no daba posibilidad de sobrevivirla.

El dolor que había atravesado a Erik solo resultó comparable con el impacto que generó en él, el comprender que en cualquier momento, también, podía llegar su fin. Su padre había dejado una partida de ajedrez sin terminar, con la intención de finalizarla esa misma noche. No hubo premoniciones, ni nada por el estilo que les hablase de que sabía que todo acabaría. Muchas personas suelen decir que uno puede sentirlo y que, por ello, terminan los asuntos pendientes. Erik podía asegurar que su padre no lo sabía.

El terror ante esa certeza llegó acompañado con el terror de su propia finitud y el horror, de la finitud de su madre. En esos días, se había apegado a ella como lapa, hasta que comprendió que debía hacer su vida con normalidad. El tiempo no era clemente, la vida sería efímera sin que él pudiese hacer algo para evitarlo, por lo cual, lo más sensato era seguir adelante. De igual manera, no significaba que aceptara esas razones siempre.

A veces, abrazaba a su madre con fuerza y le decía que era lo único que tenía y que sin ella estaría perdido. Ella permitiría que recostase su cabeza sobre su regazo y acariciaría sus cabellos hasta que lograse calmarse. Los seres humanos eran tan simples... Ignorarían su dolor luego de haber llorado un poco, como si eso trajera una solución a sus problemas. Vivirían, como si fuesen eternos.

Su propia soledad estaba aplastándole.

-.-

Era una tarde tranquila en la panadería. Los clientes se habían tomado un descanso, al parecer, y Erik ya había limpiado el salón dos veces, mientras que Edie trataba de completar el poco stock que le faltaba.

El sol del atardecer entraba por los ventanales, brindando una luz cálida que lo coloreaba todo de un hermoso sepia. Quizás, era momento de encender las luces, pero a Erik le gustaba como se veía el lugar. Era como haberse adentrado en una fotografía antigua, en donde el tiempo parecía haberse detenido. Todo era tan silencioso y tranquilo que, por un momento, su mente se quedó en blanco. Solo el sonido de la puerta, podía arrebatarle la sensación de tranquilidad en la que se había sumido. Un muchacho alto y delgado, de cabellos castaños oscuros peinados de manera anticuada y lentes de pasta gruesa, que vestía una horrible camisa a cuadros y una corbata oscura, se adentró en el lugar mirando temeroso su alrededor, como si en cualquier momento alguien fuese a atacarle.

—Buenas tardes- saludó Erik y el muchacho se sobresaltó, sin embargo, pareció tomar valor y avanzó hacia él.

—¿Erik Lehnsherr?

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