1 Calcetines ejecutivos

8 1 0
                                    




Era de día, el despacho tenía paredes blancas, diáfano y bien iluminado, cuadros de línea moderna y ventanales hasta el suelo, y sin embargo, el hombre que hablaba por teléfono mirando a través de la ventana hacia la infinidad bajo sus pies, tenía la luz encendida con la contrariedad de albergar en su ser a un concienzudo naturalista.

El traje era italiano, el móvil americano, la gomina francesa, el marco de la foto de familia sobre la mesa japonés y los zapatos ingleses. La sonrisa de satisfacción mientras hablaba riñendo, esa sonrisa era suya, como todas las cosas que le hacían feliz; todas suyas. Tal era su concepto del tiempo a su alrededor.

-El contrato lo pienso cumplir, pero no vuelvo a conducir hasta el campo para obligarte a firmar la nueva fórmula de la asociación. O se juega a mí manera o te vas a otro club.

Colgó sin recibir la respuesta, como se tienen que hacer las cosas cuando se está al mando. Los dominios se controlan así.

Le dio al botón rojo de finalizar llamada y se sentó en una silla reclinable. Era más parecido a un butacón, pero como estaba delante de un escritorio enorme e informatizado, llamarlo butaca sería antilingüístico, o simplemente desapegado con la realidad, por así decirlo.

Se sentía feliz, alegre, sabía que estaba ganando y esa euforia desorbitada cuando uno gana le hacía palpitar la sienes al ritmo de una canción bonita. Le apetecía poner los pies sobre la mesa de cristal. Miró a su alrededor y se dio el capricho de los héroes de moqueta. Respiró hondo como solo pueden hacer los triunfadores o los agónicos. Y la realidad le informaba que estaba entre los primeros, sin saber que se acercaba peligrosamente a los segundos.

El teléfono vibró sobre la mesa, decidió dejarlo moverse como una araña sobre un vibrador. El aparato parecía levitar como él lo estaba haciendo. Respiró hondo por la nariz otra vez y descolgó.

-Lo he logrado, joder. Bit, bit, bit. Eso es el dinero hoy, cada bit, pasta que entra.

Al otro lado la voz estaba agotada pero contenta. Era su mujer, que era una enfermera que no le daba tanto apego al dinero.

-Este finde te preparo la paella más amariscada que te puedas creer. Cada puto grano de arroz, sí, perdón, cada granito de arroz te va a saber a carro de centollo... Vale, luego nos vemos. Vamos, eh.

Dejó el móvil sobre la mesa y se levantó para acercarse al cristal del enorme ventanal. Acercó su cabeza, extendió sus morros, miró hacia las carretera, los viandantes, los negocios a pie de tierra, extendió la lengua y lamió el cristal.

Sus ojos. Imagínese cómo estaban sus ojos.

A pesar de ser cristales acuosos, no reflejaban nada ante ellos.

Lo que más le apetecía hacer en ese momento era todo, y todo a la vez.

Sentirse real.

De vuelta a la habitaciónDonde viven las historias. Descúbrelo ahora