Roger Taylor tendría diecisiete años en el momento en que volvió a pisar una iglesia después de su confirmación, aquello que sería su integración plena como miembro de una comunidad.
Con las deportivas Converse rosas sobre el asfalto lánguido de la entrada de la iglesia, choca las suelas con un sonido irritante y poco más como símbolo de su disconformidad. Tiene desesperación además que, para su creciente irritabilidad, su madre hubo tirado su cigarrillo al suelo antes de incluso poder acunar una mano para encenderlo y de poner un pie sobre aquel campo santo.
Después, exhumándose de sus responsabilidades de guía, procedió a dejarlo en una corta fila que comenzaba desde el interior de la iglesia hasta dar con el anormal sol de King's Lynn. Golpeaba directamente en el rostro. Por sus labios se resbaló un rápido nos vemos luego y Roger respondió con un esto es una jodida mierda.
Entre las dos torres que se elevan en la entrada, cada una con una campana de bronce que nunca es tocada, y los terrenos de césped verde que era irreal para no ser artificial, se podía sentir el hastío de aquel chico diferente al resto de los presentes.
Poco le importaba destacar o recibir las miradas indiscretas de los que obviamente se sentían superiores a él por el simple hecho de llevar una aparente vida cristiana. Aunque la hipocresía era algo que, fuera de lógico relevante o no, la captaba en su perspicacia y solo aumentaba su irritación constante.
Entonces los minutos solo pasan con ese joven arrastrando sus pasos cada vez que la línea de personas se movía. Con los vaqueros entallados rotos por las rodillas y atrás, en la línea del glúteo. La camisa blanca, al menos una talla más grande, con estampado floral rosa que al acercarse olía a tabaco y algo por ahí era colonia barata; abierta tres botones que dejaban ver los colgantes en su pecho. Los brazaletes del color del arcoíris, dorado y plata tintineando en su muñeca.
Y una sonrisa condescendiente recargada más a un lado, que se estiraba junto con el cuello de piel blanca. Ese gesto apenas le provocaba una arruga en la mejilla izquierda, con el cabello dorado hasta los hombros agitado por el viento. Todo acentuando los ojos grandes de parpados caídos que parecían reflejar toda la paganía en aquel iris de cerúleo.
Ese rubio podía estar orgulloso de no ser un niño evangélico y que toda su apariencia hable por él. Marcaba el límite de ser el forastero del lugar, de no estar interesado en escuchar una sola palabra de alguien. Complacido de observar el rictus en los rostros que salían de la iglesia, los cuales solo le ofrecían aquellas miradas que lanzaban la primera, segunda y decima piedra.
Siendo arrastrado por solo cumplir con el movimiento desesperado de su madre, entra al interior, pensando en nunca más volver a pisar ese soportal de cuatro pilares que se levantaba con magnificencia en la entrada.
Aún hay tres personas delante de él y ni una detrás. Todos mucho más mayores en edad y sin interés alguno de quitar su gesto de oledor de establo de sus rostros. Roger mete la mano al bolsillo trasero de su pantalón, en donde la caja de cigarros está casi nueva y contornea el paquete durante unos segundos, pensando en lo divertido que podría ser ver ese hastío ajeno convertirse en escándalo por fumar dentro de la iglesia.
Pero siendo sincero consigo mismo, el copal de los braceros era suficiente para elevarse algunos minutos con solo inhalar profundo.
Con ese rostro que muchos calificarían de petulante, al igual soberbio, como narcisista y Dionisio entre un lugar contrario, avanza hasta terminar frente a frente del confesonario. Solo había hecho eso una vez en su vida de las dos que necesitaba, y en la última mintió sin reparo antes de recibir un sacramento.
Choca sus dientes como si tuviera una goma de mascar y pasa una mano por su cabello, acomodándolo detrás de la oreja y abriendo la puerta, dejándole un incómodo chillido de óxido, para pasar dentro.
Apenas hace la seña de persignarse, es más un garabato entre su torso que realmente un esfuerzo por hacerlo. El asiento cruje, y todo está oscuro. Apenas un foco amarillo del otro lado de la reja ilumina ese cerrado espacio.
—Bendíceme, Padre, porque he pecado —masculla entre dientes, soltando mucho aire y pensando en lo estúpido que era todo el asunto—. Mi última confesión fue hace... quizás siete años. No lo recuerdo, ni importa.
»Mire, voy a ser sincero. Esto solo lo hago por mi madre, es una neurótica que piensa que mi vida se está saliendo por la borda. Ya no sabe qué hacer, y creo que más que yo estar aquí ella debería estarlo. Voy a ser considerado y no le diré nada sobre mí, porque cualquier cosa que escuche será exactamente lo que saliendo de aquí iré a hacer.
»Yo no lo veré de nuevo, ni usted a mí. Incluso podría irme porque como siempre, ella se fue antes de dejarme varado y no se daría cuenta —ríe, levantándose apenas un poco para sacar la caja de cigarrillos y girarla entre su mano—. Pero, no descarto que venga algún día y pregunté "¿recuerda a un chico que olía a marihuana y Hugo Boss pirata? Y usted dirá "Sí, lo recuerdo, estuvo aquí un tiempo" porque es la verdad, y mi madre parara de preguntar ahí.
»Solo no debe de apretarse el hipócrita corazón de viejo cura y pensar en el pobre chico que acepta su destino de pecado. El mundo es así, una mierda, y usted puede quedarse en la mierda de oro junto con...
—Esa boca. —Escucha una primera interrupción en su discurso. Apenas fue una reprimenda suave, ni siquiera con un interés suficiente en lograr su objetivo de callar una majadería.
No obstante, lo que llama la atención del rubio fue el sonido joven de aquella voz. Voltea entre la reja, observando el contorno de un rostro joven y un cabello largo.
— ¿Cuánto tiempo dices que necesito escucharte para decirle a tu madre: "Sí, lo recuerdo, estuvo aquí un tiempo"?
La cuestión, lejos de darle complacencia al rubio, desata su curiosidad. Una voz joven, una actitud que no intentaba llevarle la contraria en su decisión. La situación está lejos de lo que imaginaba que sucedería durante todo el tiempo de espera en la fila y por primera vez, se queda sin palabras.
— ¿Sabes? Tuve un consejero en el seminario y fue llamado para los últimos ritos de un chico con leucemia. Le quedaban un par de semanas de vida. Sabrás cómo es esto, el chico confiesa sus pecados y el sacerdote le da la absolución —relata la voz al otro lado. No hay un interés genuino en dar una lección, incluso es un tono condescendiente—. El punto es, que el joven no quería confesarse, argumentó el secretismo, argumentó la hipocresía, argumentó incluso la pedofilia. Y con total respeto, hace caso a la voluntad del chico de no confesarse, pero aun así le da una bendición y se va.
»Al día siguiente vuelve, a petición constante de la familia. Con la total intención de no obligar al joven a nada, se sienta a su lado y espera. Hay un largo silencio hasta que el sacerdote le hace una pregunta: "¿con cuantas personas has hablado de lo que sientes?". No le ofrece una absolución, le ofrece lo que en realidad necesita más que nada, que es poder decir todo lo que tiene que decir antes de irse para siempre de este mundo.
Se escucha el crujir de la madera y un poco más de sonidos incidentales del exterior. Hay respiraciones y la electricidad pasando por la precaria luz que los acompaña.
—No tomó la oferta —dice el hombre mayor—. No me aprieto el corazón de cura pensando en el pobre chico que se fue con sus pecados. Como humano, pienso en el joven que necesitaba tener un amigo para escuchar todo lo que tenía que decir sin ser juzgado por sus emociones, por su vida.
La puerta de madera se abre y se azota. El eco de los pasos de la planta de hule se escucha hasta salir de la iglesia. Al final, esa fue la última confesión del día.
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Predicador [Maylor]
FanfictionAl momento en que Roger, un adolescente catalogado como rebelde sin causa por todos sus conocidos, va a confesarse en contra de su voluntad a la iglesia de San Antonio, descubre que hay un nuevo sacerdote en la parroquia que no es como los demás. *M...