Capítulo IV: Diagnóstico

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El día posterior comenzó como imaginaba que iba a comenzar: atareado. Todos mis deseos se habían masacrado cuando recordé el asunto del nutricionista, que por cierto me parecía una estupidez. No había nada malo en tener nauseas por cualquier tipo de comida por… semanas. Podría ser algo positivo, también. Dejaría de comer carne de animales y productos que provinieran de ellos.

Recordé un año sombrío de mi vida. La vibra gótica era algo lo suficientemente visto como para llamar mi atención, por lo que decidí darle un intento. No era nada difícil, a decir verdad, pero sí resultó siendo un dolor de cabeza extra en mi reputación escolar. No me preocupaba demasiado, pero sí lo suficiente como para dejar ese rollo unos días después. Con ello, el intento de ser vegetariano.

En el momento en que oí voces en mi habitación, supe que iban a despertarme con gritos y desesperación porque llegaríamos tarde a la cita con el nutricionista. Irritado era sólo un comienzo para describir mi humor aquella mañana. Y pensar que podría dormir más tiempo hacía mucho peor. ¿Por qué no contratar alguno a domicilio o consultar en línea?

La cita era a las nueve. Con dificultad, logré levantarme, con ayuda de mi madre, sin tener mucha noción de lo que sucedía. A los diez segundos de caminar dormido mientras me decía “vamos, despierta” y “¡sí no te despiertas ahora te arrojo por las escaleras!”, logré conciliar la consciencia.

Fui al baño y me lavé la cara para impedir que las fuerzas del sueño volvieran a atacar. Sinceramente, detestaba sentir el frío del agua por las mañanas. Esa vez no sentí nada. Sólo templado.

Ya en el auto, no me quedaban opciones para evitar ir. Mi padre también entendía lo tedioso que era despertarse de forma repentina, porque aún tenía cara de pocos amigos. Sin mucha vacilación, encendió el auto apenas mi madre entró.

En el consultorio, como era de esperarse, no había mucha gente. Podría decirse que no había gente en absoluto, de no ser por las dos ancianas que esperaban pacientemente en la sala de espera. Ambas cuchicheaban al verme entrar a mí, un chico de diecisiete años, junto a mis dos padres. Me avergonzaban por completo, pero no dije nada. Sólo sonreí de costado al pasar junto a ellas, con la intención de que interpretaran mi sonrisa con un “jódanse”. Al parecer, captaron la mueca, porque apenas me vieron mostrar los dientes se asombraron con el típico gesto que hacen las ancianas al ver algo que les perturba: mano izquierda en el pecho, leve inclinación hacia atrás con una mueca de susto en sus rostros. Yo tan sólo sonreí aún más.

Afortunadamente, el nutricionista decidió atenderme primero ya que sería un diagnóstico simple. El doctor era demasiado joven como para que yo lo registrara como tal.

—¿Señor y señora Dunst, verdad?

—Así es— dijo mi padre, con su voz somnolienta.

—Tú debes ser Colby, entonces.

“Debió costar ese doctorado, amigo”, pensé. Luego asentí con pocas ganas.

—Bien…— acomodó unos cuantos papeles y prosiguió. —¿Cuál es el problema?

Como era de esperarse, mi madre comenzó a hablar. De todos modos, yo no quería explicar algo que no sabía que estaba sucediendo.

—Todas las comidas le dan náuseas, doctor. Evita todas las cenas y almuerzos, con mucha suerte logra tomar algún café con media medialuna.

—¿Con medialunas?

—Media medialuna.

—Oh.

Parecía estar tomándole el pelo, lo que me pareció algo ingenioso aunque desubicado. Yo haría lo mismo en su situación.

No sabía qué hacer. Estaba en medio de mis dos padres frente a un doctor que parecía no importarle mi situación o mis problemas en absoluto.

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