Me encontré siempre en una relación extraña con la realidad. Solía pensar que mi locura era nada más y nada menos que algo pasajero, que las horas fregarían esos manchones de dudas y especulaciones bizarras que nadie más tendría. Un claro ejemplo era ese instante especial y congelado. Me hallaba sentado frente a la puerta cerrada de mi habitación, con ambas piernas flexionadas hacia delante, mirando una grieta causada por un berrinche que había tomado lugar en una noche de octubre unos cuantos años atrás. No recordaba exactamente cuál de los muchos berrinches que había realizado de pequeño, pero seguramente había sido causado por la prohibición a más horas de televisión.
En fin, mi asombro se debía a una grieta insulsa e inservible que dedicaba sus días a dejar el pasaje de insectos a través de la madera. Algo así como un guardia de seguridad corrupto, moreno y alto.
Aquella noche sentí que la reflexión era importante, una parte esencial de la vida de un adolescente en pleno cambio. Sentía cómo las cosas simples se transformaban en minutos de inseguridad e incertidumbre, podía adentrarme en cada concepto y… ser golpeado por la puerta. Mi madre.
—¡Ay, cariño! ¿Te golpeé?
—Puede que si, puede que no— dije mientras tomaba mi tabique. —¿Sangra?—, me quité la mano.
—No— contestó al reír.
—Dudo que te rías cuando acabe con una contusión cerebral…
—Si tuvieras una contusión cerebral, no estarías hablando ahora mismo.
Como estaba de ánimo para bromas, me hice el muerto en el suelo. Normalmente, era un maleducado cascarrabias e histéricamente maligno frente a mis padres, pero ese no era el día.
—Deja de hacer el tonto y baja a cenar.
—Cinco minutos, estaba ocupado.
—Cinco. Minutos—dijo con severidad fingida. —Nada más.
Asentí y le hice una seña con la mano para que cerrara mi puerta. La grieta seguía allí, como si nada. Espléndido.
Era sábado en la noche. Era sábado en la noche y yo me encontraba en casa, preparándome para cenar en familia. Años atrás, me reiría —y lloraría— frente al espejo.
Los días pasaban, pero no me importaba. Las fiestas pasaban, y seguía sin importarme. La vida pasaba, y parecía no conocerla. No me daba cuenta muy a menudo, pero me había convertido en un parásito consumidor de electricidad y comida dentro de mi casa. Nadie comentaba nada acerca de ello. Al menos no cuando yo estaba oyendo.
Cuando consideré bajar a cenar, sentí un olor extraño que provenía del piso de abajo. Específicamente, de la cocina, a mi parecer. Era una especie de hedor a carne ahumada, pero con la palabra “extra” por delante. Incluso consideré taparme la nariz, aunque mejor era preguntar antes de arrepentirme y comer algunos de los “experimentos culinarios” de mi madre.
—¿Qué es ese olor?
—La comida— contestó mi padre desde abajo.
—Bien, pero… ¿qué comida?
—Hamburguesas.
Si eran hamburguesas, valía la pena seguir bajando las escaleras. Procedí a paso sigiloso, en caso de que estuvieran mintiéndome y hacer que accediera a una comida extraña.
Llegué a la cocina y no vi a nadie cocinando, aunque el olor se sentía aún, fuerte y algo tedioso. Miré hacia la puerta del patio. Allí fuera estaba mi madre frente a la parrilla, cocinando hamburguesas de carne.
—¿Hace cuánto que lleva ahí?— pregunté a mi padre, que estaba viendo televisión en la sala, como de costumbre.
—Muy poco— dijo, y luego se volvió hacia mí. —¿Estás bien, Col? Andas muy preguntón ésta noche.
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Colmillos
Vampiros¿Cómo te darías cuenta de que, lentamente, te conviertes en algo que nunca creíste posible? ¿Cómo reaccionarías ante las verdades más descabelladas del mundo, donde los cuentos se hacen realidad?