CAPÍTULO SEGUNDO- VACÍA
Ella se fue. Era lo único que tenía y se marchó. Desde ese entonces es así cómo me quedé, vacía y sin ella.
Por un tiempo pensé que nadie me iba a llenar. ¿Qué iba a hacer? Pasó tanto tiempo en el que me acostumbré a su compañía que me hizo pensar que no estaba sola, pero cuando se marchó, me dejó a solas con la realidad. Me arrancó la venda de los ojos, y por fin, tras muchos años, vi lo que se me había ocultado. Mi soledad.
Tan sola, tan vacía, que el único brillo que podía vislumbrar eran mis lágrimas en la oscuridad. Al quedarme así, tan desolada, me di cuenta de que ella sólo trataba de protegerme de todos los demonios que ahora me atacaban.
Por un momento, lloré, implorando que volviera, que volviera para protegerme. Por fin entendí aquel mundo que se me había ocultado, una realidad oscura que era capaz de desgarrar mis entrañas. Me atacaban, y yo apenas podía percibir desde dónde me golpeaban. A día de hoy, ya sé de dónde venían los golpes; venían de dentro, una punzada profunda que surgía de mi interior, como si estrujaran mi corazón a cada movimiento que daba.
Sintiéndome así, tan vacía, me iba a ser imposible sobrevivir. Ese vacío me dolía, me consumía poco a poco, arrancando paulatinamente pedacitos de mi alma. Necesitaba llenarme de algo, acallar el vacío, para que dejara de matarme lentamente. Y efectivamente, así fue, me llené.
Me llené de dolor, me llené de culpa. Me llené de soledad y de lágrimas, era tan sólo cuestión de tiempo que todo se derramara. Me llené de aquello que tenía al alcance de mi mano, al fin y al cabo, nadie puede construirse una casa con materiales que no tiene ni puede conseguir. Por eso, algo que nunca tuve, no podía estar en mi interior.
Para cuando la gente estuvo dispuesta a darme aquello que necesitaba, ya era tarde, porque yo ya estaba llena.
Pasé noches en vela, tratando de comprender por qué ella no volvía, por qué me había dejado sola si yo no estaba preparada para nada de lo que en mi historia estaba escrito. Maldecía a mi destino, por querer matarme, por querer verme derrotada, porque él bien sabía que no tenía la fuerza suficiente para aguantar el peso de mis hombros.
De vez en cuando, era capaz de acallar las voces, de dormir alejándome de la realidad, y sólo era entonces cuando la soñaba. No siempre, y era difícil de percibir, como un reflejo de luz en el espejo. Paseaba por los laberintos de mi subconsciente, con un vestido blanco y vaporoso que le llegaba a los pies, titubeando por mi lado de forma etérea. No era capaz de emitir ni un solo sonido, y aunque hubiera podido, ella no me habría escuchado puesto que, ella ya no vivía, no era persona. Si tuviera que definirla, diría más bien que era un reflejo del pasado, que sonreía y se presenciaba, pero sin llegar a su personificación. Como un espíritu, con la diferencia de que ella nunca estuvo viva.
Y al despertar, lloraba, como si añorara estar dormida en su interior. Llegué a desear estar encerrada en mi propio cuerpo de nuevo, siendo consciente a medias de lo que me rodeaba. Me sentía más viva en el mundo de lo onírico que en la realidad, sentía que estar viva era llevar una cuerda alrededor del cuello, que me asfixiaba conforme pasaban los días.
Quedé a solas con mis palabras, con mis miedos. Durante media vida fueron los únicos que estuvieron a mi lado, y la convivencia con ellos no fue fácil, pero se aprende a sufrirlos sin que sean letales.
Poco a poco, dejé de llorarla, y aprendí a vivir sola. Aprendí a vivir en mi interior sin que éste me hiciera daño, y acabé dándome cuenta que la enredadera de mi corazón, aquella que me clavaba sus espinas, no necesitaba más que un pequeño recorte, y que a partir de allí, nacerían mis rosas.
Es por eso que no soy capaz de perder a alguien sin perderme. Porque adopto su ser en mi interior, y a partir de ahí, una parte de ellos pasa a ser parte de mi identidad. No sé si es un don o una maldición, pero soy capaz de encerrar la esencia de la gente en mi propia alma, y luego cuando se marchan, siempre queda ese atisbo de su presencia en mi interior.
A veces, me siento un juguete roto, olvidado, tan sólo esperando a que se cansen de jugar conmigo, o a romperme definitivamente y ya no servir para nada. Sé, en lo más profundo de mi corazón, que soy un placer adictivo, que a la gente le llama mi sensibilidad y poder tener acceso a mis secretos, tan sólo movidos por el morbo y la intriga. Sé también, que en el momento en el que se encuentren con mi oscuro interior y me muestre en mi forma más oscura, dejarán de amarme, y buscarán un reemplazo que no suponga tanto esfuerzo a la comprensión.
Entonces, realmente, ¿De qué sirve hacer hueco a otras personas? Nadie puede defenderme de las voces del pasado ni nadie puede cambiar lo que ocurrió. Y yo al final, soy capaz de entenderlo, no es su culpa que yo esté rota, no es su culpa que esté tan vacía, al igual que tampoco es su obligación arreglarme. Es más, es bastante probable que en vez de ayudarme, tan sólo consiga consumirlos. Porque así es como me siento, alguien que sólo sabe romper a los demás porque no es capaz de cubrir sus propias fisuras.
Y me es imposible no preguntarme: ¿cómo es que sobreviví con tan poco en mi interior, siendo sólo acompañada por mi vacío? ¿Cómo es que conseguí acompañar mi soledad estando tan sola?
La respuesta es, de hecho, bastante difusa. Es difícil avivar un fuego donde ya algo había ardido, y no dejó rastro de ninguna llama en mi interior. He de suponer que iba por etapas, algunas veces, tras una eterna batalla, ganaban las voces, y otras, muy pocas, ganaba yo. Era un vaivén de destrucción, un periódico construir-destruir en lapsos cortos de tiempo. Y nunca llegué a saber quién rompía mi interior, quién destrozaba y quién construía, si ellas o yo.
Pasé tanto tiempo dentro de ella, siendo engendrada en sus entrañas, que no me di cuenta que la que realmente vivía en mi interior era ella.
¿Quién era yo sin ella? No sabía qué era de mi existencia si ella no estaba a mi lado. Seguía cada noche evocando su presencia, esperando poder acogerla en mi interior, y volver a cuidarla como en el pasado. Tenía tanto miedo de lucirme tal y como era, de mostrar mi verdadero ser que acabé escondiéndome del exterior, desarrollando múltiples facetas para no tener que mostrar mi verdadera realidad.
No era capaz de vivir sin tener vida dentro de mí, nadie podía llenar ya ese agujero. Me robaron tantas partes de mi alma que estaba vacía de ser, solo existía, como un alma en pena, pero no era.
¿Quién era ella? ¿Acaso era la niña que se desvivía y reía con todos pero que al llegar a casa no hacía otra cosa que llorar? Tantos momentos quedaron enterrados en mi memoria que dudaba de su recuerdo. A veces, sí que es cierto que la soñaba, pero había pasado tanto tiempo que ni era capaz de reconocerla.
Por eso, puedo decir que la conocí, la conocía a medias tintas, pero no la conocía, igual que pude conocerme. No obstante, la perdí, y con ella conseguí perderme por siempre, sin tener punto de retorno.
No se puede decir que había cambiado, porque habiendo pasado tanto tiempo desde que fui persona, llegué a negar mi propia existencia.
Pasé toda una vida buscándola, o tratando de encontrar un rastro de su presencia. O en el peor de los casos, buscaba a alguien que fuera capaz de darme las respuestas que necesitaba, que me dijera cómo fui antes de su llegada.
Esto fue así hasta la llegada del arte, que me inspiró a ser quién soy, quien nunca me había dado cuenta que era. Llegué a pensar que la quería, es más, la amaba, y por eso la escribía tanto. Pero llegó un punto en el que me percaté de que no era de ella de quien me había enamorado, sino de mis escritos, de mis recuerdos. La amé tanto que llegué a idealizarla, a creer que mi vida carecía de sentido sin ella, pero realmente, ella nunca existió, porque era mi arte quien la relataba. Fue entonces que entendí que no la necesitaba, que mi único pilar era yo misma, yo y mi lírica.
Descubrí finalmente que era mi arte quien me dotaba de existencia. Ella tan sólo era una musa más, una musa difusa, pues nunca supe realmente quién era. Todo lo que supe de ella fue lo que mi mano trazo sobre su cuerpo.
Un artista puede tener muchas musas, y yo necesitaba una que no me abandonara con la luz de la mañana, que no me abandonara si llegaba el frío invierno.
Ella, mi musa, que era más que eso, era esencia de mi propio ser. Ella, estuvo media vida frente a mí, y yo no fui capaz de verla a tiempo.