1. Uno más uno: cero.

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Era una mañana preciosa bajo el cielo inglés, en el papiro celeste no se pintaba ni siquiera una minúscula nube. Ya pronto llegaría el verano, hacía mucho calor, pero Samantha vestía ropa larga. A ningún vecino le parecía raro, ella siempre vestía así, pero para quien la conocía por primera vez... era raro, sí.

La temperatura ascendente del mediodía comenzó a sofocarla un poco, llevaba algunos días con un nudo en la garganta que no le permitía comer sin vomitar lo que intentaba ingerir, por lo que había perdido bastante peso. Y eso era mucho para una bailarina de ballet.

Mientras preparaba el almuerzo se perdió en su mente hilando algún pensamiento oscuro, sumándole culpabilidad y restándose amor propio. Qué peligrosa era cuando quería.

El filo del cuchillo con el que cortaba la cebolla se veía demasiado halagador, ¿qué tal si cortaba un poco más por aquí y por allá...? Entonces la imagen de Marian apareció en su cabeza, pateando muy lejos todos aquellos deseos suicidas. Y cuando los pateaba lo hacía con la enorme fuerza que lo caracterizaba, los enviaba a volar, los estampaba contra las paredes y, teniéndolos acorralados, los pisoteaba.

El Marian real (el que no era el de su imaginación) llegó a casa unos minutos después de la una. Dejó con suavidad las llaves de la puerta delantera sobre una mesita de cristal que estaba en el recibidor y con largos pero silenciosos pasos apresurados llegó hasta su esposa para sorprenderla abrazándola por la espalda.

-Oh, Dios, casi me matas del susto, cariño -dijo llevándose una mano al pecho-. Llegaste más temprano hoy.

-Pues quería ver por mis propios ojos si mi hermosa mujer no tenía compañía masculina -respondió en tono jocoso, le besó la sien y ella rió ante la ocurrencia.

-¿Qué dices? Sabes que eso no sería posible.

-Lo sé, estoy muy, pero muy seguro de eso. -Su grave voz fue perdiéndose en un camino de besos que nació en el cuello femenino y murió en la boca.

La mano que bajaba y se metía dentro de su ropa interior, la boca que, cuando se separaba de la suya, comenzaba a recitar todo lo que tenía ganas de hacerle. Algunas prendas de ropa regadas en el suelo, las palmas de las manos abiertas, apoyadas contra la mesada de la cocina, el golpeteo de sus cuerpos chocando y el sudor materializando el calor que les producía el acto sexual.



-Mira lo que te has hecho, Sam... -decía Marian con la voz muy baja, como si no quisiera que nadie escuchara. Aunque no vivieran más que ellos dos allí.

Con la yema de su dedo índice paseaba muy suavemente por los moretones que había en su espalda desnuda. Marian esbozó una sonrisa triste, Samantha solo agachó la cabeza, un mechón de su cabello castaño dorado resbaló de su hombro hacia el frente con aquella acción, tapando uno de sus senos.

-Lo siento. -Dijo con la voz apagada.

-Shh... Tranquila. Sé que no te harás eso otra vez -Le acarició el cabello con dulzura y besó su frente. Comenzó a juntar la ropa que había en el suelo y luego se dedicó a vestirla-. Te verías tan bonita en ropa de verano, sabes que no me molestaría verte...

-Es que...

-Está bien, lo siento. No voy a pedírtelo otra vez.

Esta vez ella sonrió con tristeza. Al verlo frente a ella, abrochando los botones de su camisa, con la preocupación en la cara... Qué afortunada era de tenerlo.

Ya vestida se abrazó a su pecho, inmersa en aquel precioso momento.

-¿En qué piensas? -Quiso saber él.

-En lo mucho que te amo -Levantó el rostro para darle un pequeño beso sobre los labios-, eres todo para mí.



Minutos después de cenar, lo ingerido había sido depositado en el váter. Trató de vomitar intentando silenciarse, no quería preocupar a Marian otra vez. Luego tomó una ducha. Bajo el agua, la piel blanca y desnuda daba cuenta de los numerosos moretones que la ropa larga ocultaba. Ya casi se desvanecían, seguramente unos días más y desaparecerían.

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