8. Uno menos uno: menos cuatro.

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«La pareja esperó pacientemente hasta poder recoger sus maletas en el Aeropuerto. Ya saliendo del concurrido lugar, tomaron un taxi hasta el hotel que les daría alojamiento por casi dos semanas. De antemano decidieron regresar unos tres días antes de completar las dos semanas, para acomodarse y hacer el duelo post vacaciones con tranquilidad.

Al subir al ascensor de paredes espejadas, Samantha pudo tener una vista clara del rostro de su esposo, quien había estado evitándola aún estando a su lado. A Marian no le hacía alejarse físicamente para hacer que ella lo sintiera distante, había algo en su aura que indicaba claramente que no debían intercambiar palabras. Y así se le dificultaba mucho saber qué le acontecía, sobre todo cuando no habían existido discusiones previas.

Pegó la vista al suelo, mirando su maleta. De pronto sentía una profunda tristeza, ¿es que no habían viajado tan lejos para disfrutar y afianzar el matrimonio?

—Samantha —la nombró el pelirrojo, sacándola de su trance—, ¿no te das cuenta que tienes que bajar?

Lo vio parado, con una maleta en cada mano, en el pasillo; ella aún se encontraba dentro del cubículo. Apresuró el paso, arrastrando la propia. De pronto le parecía muy pesada.

—Lo siento, estaba distraída.

—¿Pensando en alguien? —murmuró suave, puso la llave en la cerradura, luego la giró para empujar la puerta.

—¿Eh…? 

—No, nada… Vamos, entra.

Dejaron las maletas en el recibidor y la chica fue la primera en recorrer todo el departamento. Iba dando saltitos por un lado y por otro. Le gustaba porque casi todo era blanco, dando la sensación de amplitud. Había muchos espejos y los ventanales eran enormes, dejando lugar a una preciosa vista al cristalino mar. 

Corrió las cortinas traslúcidas y apoyó los codos en la baranda metálica del balcón que invitaba la observación al paisaje marino. La brisa soplaba con tranquilidad, las nubes eran de un blanco imposible, parecía una fotografía. 

Se giró hacia Marian sonriendo, sus largos cabellos se mecieron.

Él solo había podido quedarse allí, parado junto a la mesa, observando lo hermosa que era. Incluso había olvidado que estaba a punto de encender un cigarrillo. Aquella sonrisa perlada era magia.

Se acercó por la espalda para abrazarla, sujetándola con fuerza por el abdomen. Hundió la cara en la parte posterior del cuello femenino. Los lentes se deslizaron hacia arriba.

—Lo siento —dijo con la voz apagada.

—¿Marian? ¿Qué te pasa, cariño? —Intentó girarse hacia él, pero no pudo.

—Shh…, quédate justo así, por favor. 

La joven aflojó el cuerpo, relajando su estado de alerta.

—Yo… Me asusté mucho antes de despegar. Tú no me oías y me desesperé… Sentí que no podía hacer nada por ti. Y dolió.

—Cariño… —con su mano derecha buscó acariciar aquel rojo cabello salvaje que tanto le gustaba.

—Me preocupa que esa crisis que tuviste se vuelva a repetir.

—Ya lo revisaremos al regresar, ahora disfrutemos de nuestro tiempo juntos. Ya sabes, no es lo mismo estando en el trabajo.

Marian suspiró.

—Y también me puse un poco celoso —reconoció, trabajosamente.

—¿Celoso, tú? Eso es nuevo. ¿De quién?

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