6. Uno más uno: cinco.

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«Cuando Samantha despertó se encontró con el desayuno servido a un lado de la cama. Había café, jugo de naranja, tostadas, mermelada de frambuesa y un ramito delicado de camelias rojas junto a una servilleta de papel que decía "Siento mucho no merecerte".

Se echó a llorar.

Se acurrucó en la cama unos minutos más tratando de calmar el llanto e intentando comprender en qué momento todo se había ido al reverendo carajo. Y la respuesta que encontró fue que no debió haberlo golpeado, que debería haber esperado a que ambos calmaran su enojo para después hablarlo, como siempre lo habían hecho. Ella había desencadenado aquel comportamiento en él, y no podía dejar de sentirse culpable.

Intentó desayunar pero no tenía hambre. Guardó la servilleta en su agenda personal, para recordarse a sí misma que aquello no debía repetirse.

Se preguntó dónde estaría él y no tenía forma de contactarlo pues su celular no se podía utilizar. Comenzó a pensar en lo peor hasta que decidió darse un baño para despejar lo negativo de su ser.

Al salir de la ducha, observó en el espejo que su mejilla todavía se encontraba algo inflamada. También las marcas de los dedos de Marian en sus brazos y muñecas comenzaban a ponerse moradas, supo que debía cubrir aquello aunque hiciera calor... Ver esos moretones le recordaría a Marian lo violento que había sido, no quería verlo llorar otra vez, su corazón no lo soportaría; así que buscó entre su ropa de otoño alguna camiseta ligera de mangas largas y hielo para que la inflamación desapareciera.

Marian llegó cerca del mediodía. Entró en silencio, con la mirada hacia abajo y los ojos cristalizados. Tenía ojeras, estaba algo pálido, su voz también se oía apagada al saludar. Lo adivinó cerca del llanto.

Samantha corrió a abrazarlo.

Entre sus brazos, Marian parecía un niño pequeño, débil, vulnerable, y le despertaba a la joven el instinto de sobreprotección. Ella acariciaba su cabello rojizo, besándole la coronilla, mientras él lloraba aferrándose a su cintura, como si tuviera miedo de que desapareciera.

-No me dejes, Sam... -balbuceó, desarmándola.

Resbaló hasta quedar frente a él, arrodillada.

-No seas tonto... ¿Cómo podría hacerte eso...? -Ahora ella también lloraba.

-Yo... te hice daño, Sam. Yo. Te hice daño. A ti.

Buscó sus ojos ambarinos, acarició sus mejillas, secándole las lágrimas.

-Tú... Que eres lo más puro de mi vida, Sam... Tú...

-Ya basta, Marian... No te atormentes, fue un error, ¿sí?

-No digas...

-Todos tenemos errores -intentó sonreír-. ¿Recuerdas... la vez que... le puse sal al café?

Marian rió, entre el llanto.

-Sabía horrible -se quitó los anteojos empañados y los dejó a un lado.

-Sí, era un asco... Pero, ya nunca jamás me equivoqué luego, ¿cierto?

Él sonrió con tristeza, tragó saliva.

-Tú eres maravillosa, yo..., yo soy un maldito bastardo.

Ella lo abrazó más fuerte.

-No quiero escucharte decir nunca más esas cosas... Superaremos esto. Solo démosle tiempo, ¿sí?


El pie derecho de Samantha se posó sobre la barra de apoyo para comenzar con los estiramientos. Había llegado algo más temprano esa mañana, necesitaba descargar sus emociones y para ello no había nada mejor que la danza que tanto amaba.

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