Las cosas no iban bien para Aaron. Sus negocios iban viento en popa, como siempre. Su
inversión en la empresa de Arístides Fournatos estaba reportándole beneficios y
los dos habían constituido una sociedad para devolverle la jugada a la empresa que había
intentado hacerse con la de Arístides. Estaban a punto de quedársela, pero Aaron se
negaba a que los consejeros de esa empresa se beneficiaran económicamente de la
operación. No le gustaba que alguien sacara un provecho que no se merecía por su
vitaleza. Ya fueran unos especuladores sin escrúpulos o una mujer adúltera.
Sin embargo, no podía seguir pensando en eso. Sólo podía pensar en que todo estaba
resuelto con ella. Zanjado definitivamente. Lo último que hizo para librarse de ella fue
bloquear el cheque.
En ese momento sabía que lo que hizo fue un error. La había mantenido al margen
durante dos años y debió haber seguido así. Lo supo, pero por algún motivo disparatado
no pudo contenerse cuando ella lo asedió en Londres. Fue un error garrafal.
Aunque, bien pensado, el desastroso matrimonio también fue un error.
No podía seguir dándole vueltas a eso. Tenía que dejarlo a un lado. Bastante tenía con
vivir en la misma ciudad que Arístides y con tener que mirarlo todos los días a los ojos y
constatar que él sabía la espantosa verdad sobre su sobrina. Decirle el motivo de su
separación había sido otro error. Tendría que haberse mantenido firme y no decirle nada.
Pero Arístides estaba dispuesto a intentar arreglar las cosas entre ellos, a visitar a Abie,
a conseguir que volviera a Atenas. En ese caso, habría tenido que volver a verla.
Aunque había vuelto a verla. Por voluntad propia. Había sucumbido a aquel trastorno
transitorio cuando la vio en sus oficinas furiosa porque no la hacía caso, con fuego y hielo
brillándole en los ojos. Un error garrafal, pero menor que el que llegó después.
Menor que ofrecerle aquel trato diabólico para vengarse de lo que le había hecho hacía
dos años. Fue muy fácil tentarla con el dinero que quería con tanta avidez, que
consideraba que le correspondía en justicia; por muy adúltera que fuera…
Las palabras de justificación le retumbaban en la cabeza: «No era un verdadero
matrimonio…»
Intentó sofocar los recuerdos, pero uno se resistió. La última y despreciable vez que la
poseyó, la satisfacción definitiva.
Apretó el lápiz con tanta fuerza que lo partió como si fuera un palillo. Lo tiró, tomó otro y
siguió repasando las últimas cifras de ventas. Las ventas aumentaban, los beneficios
crecían, la empresa prosperaba.
Sin embargo, a él, las cosas no le iban bien.