Capítulo 1

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El honorable Mark Knightson estaba recostado en el diván y los cojines de seda roja se hundían bajo su peso. Completamente liberado de cualquier elemento propio del atuendo de un caballero, incluido el pañuelo, se centró en la bella y descarada silueta de la señorita Adeline.

Ella se levantó del suelo, donde había estado arrodillada junto a sus pies, y se sentó en el minúsculo tocador para retocarse el maquillaje de los labios. A través del espejo barato le dedicó una mirada más que insinuante al hombre tumbado.

La mirada de Mark se deslizó por la dorada cascada de su melena hasta el lugar donde terminaba, justo sobre los perfectos y redondeados melocotones de sus nalgas.

La señorita Adeline no era en absoluto una inocente doncella, sino una de las mejores chicas de Madame Garbadine. La madame atendía todas sus necesidades y él, en las raras ocasiones en las que visitaba su establecimiento, hacía que le resultara lucrativo hacerlo.

Adeline había hecho un trabajo excelente llevándole hasta el punto justo de frenesí antes de que él se dejara ir en su amplia y ávida boca. Estuvo a punto de fallarle, ya que los recuerdos de su última conquista, de lo cerca que lady Cecily Lambeth había estado de atraparlo, casi le bajaron la erección.

Matrimonio.

Sólo la palabra ya conseguía que la verga se le pusiera flácida. Si no hubiera sido por la llegada de la segunda chica, una impresionante pelirroja que posaba de aquella forma tan atractiva mientras jugueteaba con sus magníficas tetas, todo habría acabado en un absoluto desastre.

Aun así, el sexo no había conseguido calmarlo; sólo había sido una distracción temporal de sus problemas. Maldijo entre dientes. Tenía que haber una manera de salir de ese dilema. Volvió a analizar la situación.

Había tomado a lady Cecily por una viuda aburrida, una mujer consumida por el tedio desde los primeros días de su matrimonio con un lord senil que había esperado en vano un heredero y que al final le hizo el favor de morirse.

Todavía vestida con el crepé negro del luto, pudo verla flirtear con un joven atractivo tras otro. Llegó a la rápida conclusión de que lady Cecily compartía sus encantos con libertad y decidió unirse al grupo. Sabía que iba a tener éxito en sus avances, aunque no tenía ninguna gana de contagiarse de la sífilis de otro hombre.

Y lady Cecily se había enganchado a él, en público y en privado, rechazando a los otros aspirantes. Pero la idiota era más inocente de lo que él hubiera deseado y creyó que su decidida persecución iba a conseguir que, al final, él se dejara poner las cadenas.

¿Casarse con ella? Le había quitado de la cabeza esa idea y había dejado de frecuentar su compañía para después venir aquí a ahogar la sensación que le había quedado tras estar tan cerca de la catástrofe.

Pero no podía refugiarse dentro de un burdel para siempre. Debía encontrar alguna solución para huir de las expectativas de lady Cecily.

Se levantó y se vistió. Se colocó el pañuelo con una precisión casi perfecta. A esa hora tan tardía nadie se fijaría en un pañuelo arrugado, excepto quizá Beau Brummel y su grupo, y él prefería evitarlos.

Bien. ¿Qué hacer ahora?

Su solución tradicional en estas ocasiones, la de huir al continente, había quedado descartada por la guerra, aunque le quedaba Italia como último recurso.

Tendría que ser el campo.

La señorita Portia Carew se coló en la biblioteca y cerró la puerta tras ella. Todavía no llevaba un día completo en Willowhill Hall y ya estaba harta las insistentes amenazas de su madre para que encontrara a alguien con quien contraer matrimonio. Peor aún, había notado que otros huéspedes la miraban y cotilleaban en susurros que ocultaban con sus manos. Cotilleaban sobre ella.

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