Capítulo 8

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—Eso tendrás que descubrirlo con el tiempo, ¿no crees? —respondió Portia mientras se levantaba. Pasó por encima de los muslos de él bajándose las faldas, enfadada porque se le había escapado parte de la confesión de que él le había dado un placer que estaba más allá de sus sueños más locos.

Lo miró por encima del hombro.

— ¿Se han acabado mis clases?

—Sí... No. —Knightson sacudió la cabeza—. Hay más cosas que aprender, si te atreves a confiar en mí.

—Yo no confío en nadie, señor Knightson. —Portia se rindió y dejó de intentar recuperar algo que se pareciera a un orden en su vestido—. Pero quiero saber cómo... cómo...

—Lograr lo mismo —la ayudó Knightson en voz baja.

—Exacto, y cómo hacerlo por mí misma, sin ayuda.

Knightson la miró de arriba abajo durante largo rato. Portia mantuvo la cabeza alta durante su examen, creyendo que su desaliñada apariencia no resultaría muy deseable.

Él se humedeció los labios, demostrando que lo que pensaba ella no era cierto.

—Vas a tener que cambiarte de ropa.

El vestido se pegaba a sus curvas empapadas de transpiración. Se volvió para irse.

— ¿Mis clases?

—Ya hablaremos.

Mark Knightson esperó hasta que ella cerró la puerta tras de sí para estirar su cuerpo después de haber estado arrodillado tanto tiempo. Apoyó un codo sobre su rodilla elevada y se quedó mirando fijamente la adornada puerta de madera.

—Eres magnífica, Portia —susurró.

Después sacudió la cabeza. No había venido a aquella fiesta en el campo para verse enredado en otro asunto de faldas y, sin embargo, ya estaba en ese camino otra vez.

Pero ¿podía resistirse a esa encantadora chica, encaramada en la escalera y tocándose? Completamente imposible. ¿Resistirse a sus seductoras peticiones de que la hiciera suya? ¿Qué hombre podría? Bueno, él debería haberlo hecho y dejarla ir. Ya había experimentado la satisfacción una vez, apenas necesitaba su miembro para nada.

Pero ella se lo había pedido con un atrevimiento tan poco propio de una señorita que él había tenido que ceder, preguntándose de dónde habría salido esta nueva seductora. Le daría otra clase perfectamente clínica, científica y segura, y después la devolvería a su vida anterior.

No necesitaba otra mujer que intentara echarle el anzuelo. Ella debería saber también que si quedaba embarazada tras ese incidente que se les había ido de las manos, él la rechazaría. Ni siquiera el eventual nacimiento de un hijo de su propia sangre le apartaría de su idea de evitar el matrimonio a toda costa.

Se levantó con un estremecimiento y se abrochó los pantalones. Se había estropeado el pañuelo, o, mejor dicho, ese demonio de la señorita Carew lo había hecho, así que necesitaba cambiarse antes de que alguien lo viera y comenzara a preguntarse por sus actividades.

Willowhill Hall hervía de actividad invisible. Pasada la hora del despertar de la casa, Portia se arriesgaba a que la descubrieran. Volvió a su habitación sin que nadie la viera. Se quitó el vestido, sumergió una toalla en el agua del baño de la noche anterior y se enjugó los pechos.

Los pezones le hormigueaban y aún se notaban calientes bajo las ásperas caricias de la toalla fresca. Portia se volvió y se miró en el espejo. Su cabello desordenado necesitaba que volviera a peinarlo y su cara estaba demasiado arrebolada para que la vieran en público en ese momento. Sus pezones estaban oscuros, casi hinchados, muy lejos de su color rosado normal.

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