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SEIS MESES Y MEDIO ANTES.

Al fin iba a cumplir ese sueño de abandonar este trabajo. Abandonar la farmacia, dejando todo detrás mientras me llevaba una buena cantidad de dinero. Había ahorrado lo suficiente como para sobrevivir un par de semanas en el Domo Central mientras buscaba un nuevo trabajo. Sin embargo, algo me detenía.

O más bien alguien.

Un armonioso sonido de piano sonaba dentro de la casa. Era una de las pocas casas del tercer octante en ese domo. La mayoría de edificios se encontraban más cerca al centro del domo, alzándose en espiral, llenos de árboles y enredaderas. A través de cada ventana y vidriera solo se veía verde: muchos campos verticales, unas enormes plantaciones piramidales y algún bosque autosustentable. ¿Por qué todo tenía que ser aburrido?

Estaba cansada, subiendo las escaleras hacia mi cuarto. Cada vez que llegaba del trabajo papá estaba tocando el piano con una o dos copas de vino. Yo comprendía que tuviera dos o tres éxitos musicales, pero aquello no significaba que debía molestar todo el día con sonatas alegres. ¿Por qué no se compraba un estudio?

El piano dejó de sonar justo cuando estaba cerca de subir las escaleras completamente. Su pelo era rubio, como el mío, largo y combinaba con su gorra de farmacéutica. El logo familiar de la Farmacia Carusso sublimado de rojo sobre una pastilla resaltaba en el uniforme dorado con laterales blancos. Cometí un error al haber diseñado el uniforme cuando tenía 14.

—Hija, ¿estás ahí? —dijo Hermes Carusso, mi padre—. Vení un rato.

Bajé hasta la sala. Los sillones limpios estaban vacíos desde que mamá se mudó. El divorcio no parecía haber afectado a papá. Creí que estaría semanas llorando, pero estaba frente al piano con una postura relajada y con las piernas abiertas. No entendía por qué un hombre nada elegante tocaba un instrumento tan aristocrático.

Me acerqué a él. Tenía un rostro afilado y amable, el cuerpo flaco y vestía con un pantalón marrón y un abrigo de algodón navideño.

—Sofía —insistió—, te voy a contar una cosa.

«Seguro es una de esas metáforas con plantas que tanto le gusta hacer», pensé, hastiada.

—La Flor de Cristal —dijo él—. ¿La conocés? Tenemos una en el jardín.

No lo sabía. Nunca iba al jardín. Plantas habían por todo el puto octavo domo, ¿para qué tener un jardín en una ciudad que servía prácticamente de huerto para el planeta Marte?

—No estoy de humor —dije, dándome la vuelta.

—Escuchá —ordenó él.

Casi nunca pedía nada, por lo que aquello me sorprendió y me detuve.

—Esa flor —continuó—, cuando hay una tormenta, pierde su color. Se vuelve transparente, casi como un cristal. Ningún bicho se le acerca, nadie quiere ver una flor sin color. Es prácticamente invisible. Pero cuando la tormenta pasa y el sol vuelve a iluminar el cielo, la flor de cristal se llena de vida. Su fruto es delicioso y resalta entre la maleza.

—Pa, estoy cansada —me excusé, bostezando y volviendo a mirarlo sentado allí—. Acabo de llegar. No entiendo qué querés decirme.

—Hija, lamento mucho lo de tu amiga —dijo él entristecido, tratando de tomar con pinzas un tema tan delicado como la muerte de alguien cercano—. Fue algo inesperado. Pero ya ha pasado mucho tiempo. Antes eras muy alegre, pero ahora, cada vez que llegas de la farmacia solo te encierras en tu cuarto y no vuelvo a verte hasta el día siguiente. Por favor, la tormenta ya pasó y...

—Pa. No me pasa nada —interrumpí. En realidad no quería hablar del asunto; ya iba a solucionarlo sola—. Cambiemos de tema. Eres rico, ¿no? ¿Por qué no nos mudamos aún al Domo central? Dejá que otro se encargue de la farmacia. Vamos allá donde los sueños se cumplen.

Efecto Violeta (Ciencia Ficción)Donde viven las historias. Descúbrelo ahora