«Él se enamora de ella perdidamente. Lo que no sabe es que Sofía tiene un secreto. Un plan que hará que la vida de Andrew parezca una película de gánsteres».
Andrew Olsson, un joven apasionado por el cine clásico, lleva una vida monótona como mozo e...
¡Ay! Esta imagen no sigue nuestras pautas de contenido. Para continuar la publicación, intente quitarla o subir otra.
Estuvimos vendiendo violeta toda la noche, recorriendo el domo central de fiesta en fiesta. Había un montón de gente dentro de Techniterra; un sitio donde iban los jóvenes de todo el domo central para divertirse. La música sonaba cada vez más fuerte mientras nos acercábamos. Yo, como era normal, iba al frente de la motoneta. Era prácticamente una antigüedad, ya no se usaban los motores eléctricos y mucho menos se usaban vehículos con ruedas, aunque esta motoneta usaba solo una rueda medular.
Le tenía un poco de cariño.
Con los brazos liados en mi cintura, Martín iba detrás de mí. Ambos llevábamos cascos roza, camperas con luces led que cambiaban de color de acuerdo al humor y una mochila con al menos medio kilo de violeta dentro.
Bendita droga. Todos la querían.
El domo central estaba repleto de edificios en formas curvas que acababan en punta, compitiendo por cual tocaba el pináculo del domo primero. Eso era prácticamente imposible: los domos eran enormes y tenían la misma función que en la tierra tenía la atmósfera.
Nos dirigíamos a un edificio que tenía un club subterráneo. Allí era la entrega.
Solo había que hacer el intercambio y luego marcharnos. No habría ningún tipo de problema que nos retrasara. Al menos eso era lo normal. La última vez que hicimos un intercambio, hace unas semanas atrás, una mujer no quiso pagar el precio de la violeta. Sin embargo, no tuvo de otra más que pagar, pues era adicta.
Techniterra era como un barrio de ricos fiesteros. En los alrededores había un par de shoppings de los más modernos, carteleras holográficas, casinos y salones de juego. Íbamos por la carretera de la laguna azul, una laguna artificial de una empresa privada. Yo siempre quise ir a vacacionar allí, pero para ingresar debía hacerme socia y eso costaba un montón.
Mi familia era rica, pero ya no hablaba con ellos desde hace tiempo. Desde hace años.
Robots paseaban por la calle, llevando compras y siguiendo órdenes. En mis oídos recibía la información sobre las leyes de tránsito, ya que estaba yendo muy rápido y eso podría generarme una multa. Sin embargo, ordené al casco que se callara y me diera información sobre su ubicación. El casco me dio unas coordenadas y las rutas libres. Cruzamos el superpuente de la capital, que estaba totalmente vacío, y logramos llegar al edificio Nuez Mascada. Era un enorme edificio cilíndrico con cabeza de hongo.
La fiesta estaba en el subsuelo.
Bajamos de la motoneta y el vehículo se estacionó solo en uno de los cientos de lugares vacíos.
—¿Cuantos quedan? —pregunté a Martín.
Seguíamos llevando los cascos.
—¿Cuánto? —respondió Martín—. Quedan por lo menos cuatrocientos gramos.
Lo vi en sus ojos. Era mentira, en realidad había como 650 gramos. No podía engañarme.
—Te vas a guardar algo para ti, ¿no? —puse en duda—. Como de costumbre.