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SEIS MESES ANTES.

En media hora llegamos hasta La Favela. Los edificios eran grises, las calles estaban sucias, las personas de allí miraban con mala cara. Era un barrio pequeño, pero en cada edificio habitaban un promedio de doscientas personas. Tenía una extraña sensación de alerta. Siempre pasaban cosas inesperadas ahí.

Frenamos donde siempre y bajamos del vehículo. Un edificio recto y con muchas líneas que acababan en una cúspide en forma de semiesfera donde se encontraba una placa de recarga solar. ¿Energía solar? ¿Esa antigüedad se sigue usando? Bueno, a pesar de que la energía de pulso era muy común en esta época, no todos podían acceder a ella.

Avancé, Jessica me detuvo, agarrándome del brazo.

—¿Estás segura de que van a comprar? —preguntó. Parecía aterrada.

—Georgia era mi vendedora —repliqué, sonriendo—. Sé cómo manejarme en esto tanto como ella lo hacía.

Ambas entramos al edificio y subimos en elevador hasta la décima primera planta. Los pasillos eran bastante estrechos y las luces no brillaban mucho —casi no iluminaban nada—. Pasamos sobre el alfombrado lugar hasta llegar a la habitación donde se encontraba Frank. En realidad se llamaba Francisco, pero todos lo llamaban Frank porque a él no le gusta su nombre.

Dos hombres flacuchos que vigilaban la puerta las dejaron pasar enseguida. Me conocían bien y sabían a qué venía ese día. No se veían intimidantes, solo eran decoración. Al menos eso quería creer. No llevaban armas. Nadie llevaba armas en ningún domo, pues era ilegal poseer una, así que no había que preocuparse.

Cruzamos la habitación. Estaba todo claro, era un cuarto moderno pintado de blanco y decorado con varias cosas tecnológicas. Él estaba allí. Frank el Tuerto. Tenía los dientes chuecos y la sonrisa de un viejo verde. Se podría arreglar el rostro con un cirujano, pero él parecía preferir que la gente lo vea tal y como es. ¿Para qué ocultar nuestras cicatrices? Después de todo somos un conjunto de accidentes.

—¡Sofía Carusso! —dijo Frank el Tuerto, con un ademán de brazos—. ¿A qué se debe tu visita?

—Sabés bien para qué vine, Frank.

Frank se sentó en uno de sus sillones nuevos, frente a una mesilla de centro decorada con un mantel sucio y vasos medio llenos.

—¿Y no querés sentarte un rato a charlar conmigo?

—Tengo que hacer esto rápido, Frank —me excusé fingiendo una sonrisa—. Son negocios.

—Bien. ¿Dónde está el paquete? —Echó una miradita exploradora hacia Sofía y su amiga—. No veo que lleves nada.

—Tenía miedo de que me revisaran al entrar, así que escondí el paquete entero en un contenedor en la parte trasera del edificio.

Frank pareció insatisfecho.

Saqué algo del bolsillo de mi abrigo y se lo arrojé sobre la mesilla. Eran 10 gramos de violeta pura. Estaba dentro de un frasquito transparente. A Frank se le ensanchó la sonrisa.

—Esta es de regalo, supongo —dijo Frank el tuerto y luego, con un movimiento de manos, llamó a sus dos flacuchos guaruras—. Vayan a la parte trasera del edificio y busquen el paquete dentro de los contenedores.

Los muchachos salieron de la habitación y se fueron. Al fin estábamos solos. Comencé a caminar hasta estar parada frente al hombre.

—¿Cuánto por el paquete, Sofía? —preguntó él.

—Invita la casa —dije—. Te lo daré a cambio de una respuesta sincera, Francisco.

Él arqueó una ceja.

—Recordás a Georgia, ¿no? —le pregunté.

Aquello desconcertó al hombre, que no hizo más que apretar los puños. Sabía algo.

—¿La asesinaste? —pregunté—. Para que no hablara. ¿Vos creés que voy a creer que fue un suicidio por sobredosis? La violaste y luego la mataste.

Jessica estaba todavía en la habitación sin comprender lo que ocurría. Seguramente se estaba preguntando ¿por qué mi amiga hacía esas preguntas a un hombre tan peligroso y ni temblaba? Pobre chica, no debí meterla en mis asuntos, pero no quedaba de otra.

—¿Qué pruebas tenés, nenita? —dijo Tuerto.

Él se levantó enojado. Se acercó lo suficiente a mí para tomarme del cuello con sus sucias y grasientas manos. Me miró fijamente a los ojos; esos ojos horrendos que emanaban decadencia.

—Ahora me diste una —dije, con la voz rota.

Lo apuñalé tres veces con un cúter que había escondido en la manga de mi camisa.

Él retrocedió soltándome. Estaba tan sorprendido como Jessica. Ni siquiera soltó un alarido de dolor, simplemente se sentó en el sillón, tratando de detener la pérdida de sangre con una mano. Su vista fijada en la mujer que lo acababa de apuñalar.

—¡Que hacés, Sofía! —exclamó Jessica quieta, tapándose la boca.

Yo simplemente la ignoré y luego me puse detrás del sofá para abrirle el cuello a Frank el Tuerto, matándolo al instante. Un chorro de sangre brotó bañando el cadáver. No podía tenerle piedad al insecto que atormentó tanto tiempo a Georgia.

Estaba segura de que mi amiga Jessica no me delataría, pues éramos muy cercanas, y estaba segura de que la policía no haría una larga investigación fuera de ese domo.

Yo no había dejado pruebas suficientes y el caso se cerraría enseguida. Esa misma noche tomé mis maletas y, sin despedirme de mi padre, salí del Octavo Domo para hacer mi nueva vida en el Domo Central.

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Efecto Violeta (Ciencia Ficción)Donde viven las historias. Descúbrelo ahora