Mi vida antes de lo inesperado.

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Aquella época ya no es recordada, llamada por muchos la mejor, la más elegante, la más apasionada, pero, por mí, sin duda fue la más sombría, horrorosa, y gris por la cual ha pasado la humanidad.

Si preguntan por mi, hace mucho, me llamaban Marianne, he decidido no hablar sobre mi apellido; este me trae pensamientos demasiado lúgubres de los cuales prefiero no acordarme. Nací hace mucho... Demasiado tiempo, en un gran castillo a las afueras de Londres, tuve una vida llena de lujos y riqueza, aunque nada de eso valió la pena.

Mi padre, Gérard, era el conde de aquél pequeño poblado, siempre buscaba lo mejor para sí mismo, sin importarle las almas que deban padecer para lograr sus objetivos, solo buscaba una cosa; dinero.

Desconozco la historia de mi madre, Yuel, según los cortos relatos de mi padre, -ella poseía un cabello rojizo, y era bellísima, era perfecta, no eres nada a comparación de Yuel- siempre repetía eso, un día no pasaba sin que mi padre me lo recuerde.

También me recuerda, y con todo detalle que ella falleció meses después de mi nacimiento, en condiciones totalmente inexplicables, la hallaron en un acantilado, con señales de tortura, todos creyeron que fue asesinada por demonios o brujas; pero nunca lograrán convencerme de eso, tengo una teoría mucho más lógica.

Aquél día, un tormentoso quince de abril, del año 1590 se conmemoraba el nacimiento de un nuevo ser, aunque no hubieron complicaciones durante el parto, al darse cuenta de que aquella nueva vida era una niña, en este pequeño pueblo lleno de ignorancia, se creía, si una mujer daba a luz a tres seres, siendo todos estos niñas sin concebir varón en su cuarta y última oportunidad, aquella cuarta vida, esa niña, será portadora de una maldición, llevando desgracias y pobreza al pueblo, se la considera hija del demonio, por lo tanto no puede ser asesinada.

Si, esa “hija del demonio” era yo, quién para colmo nací con un cabello tan blanco como la nieve, apenas cayendo desde el cielo, tal cual los veteranos sabios a quienes podíamos acudir y pedir consejo.

A mi madre la acusaron de brujería y adulterio, debido a sus predecesoras y a su color de cabello, rojo, como las bellas rosas durante la primavera, aunque no todos pensaban como yo; creían que su cabello era así por las mismísimas llamas del infierno, donde “ella provenía”.

Según mi teoría, ella fue torturada y lanzada al acantilado, para luego quemar su cadáver, ya que nunca fue enterrada.

Mientras tanto, mi padre consultó con muchísimos sabios, la única respuesta que estos supieron darle, basándose en diferentes y antiguos libros, todos le repetían la misma frase, sin excepción, no cambiaron ni una letra de esta oración. Esta maldita frase que arruinó mi vida, estas veinte simples palabras, estas malditas veinte palabras indicaban que: -Ella debe ser ignorada como una prisionera, educada como un hombre, perfecta como una reina y corregida como una esclava-.

Joder! “¡Las palabras! ¡Las simples palabras! ¡Que terribles son! ¡Qué límpidas, qué vivas y qué crueles! Quisiera uno huirlas. Y, sin embargo, ¡qué sutil magia hay en ellas!”

En aquél momento, tenía quince años, y mi piel era blanca como el marfil, al igual que mi cabello, el cual recorre toda mi espalda hasta llegar a mis pies, mis iris son de color rojizo; me han mantenido encerrada demasiado tiempo en la mansión, he permanecido tanto dentro de aquella residencia que al salir, sin importar cómo se encuentre el sol; en su momento, termino temporalmente ciega.

Cordelia, es mi institutriz, ella se ha encargado de formarme en modales, buenas costumbres, y, también de castigarme si cometo errores al realizar alguna de mis múltiples tareas; es una mujer demasiado... ¿cómo decirlo? Malévola.

Aún, después de tanto tiempo, desconozco la razón por la cual ella era así; regía su vida con el lema “La letra con sangre entra”, aquellos castigos a los que estaba sometida eran inhumanos, si erraba en algo, aunque sea el más mínimo detalle, como utilizar el tenedor incorrecto, o tener una mala postura, venían acompañados de terribles latigazos, dependiendo del error cometido... estos, en el mejor de los casos, llegaban desde dos, hasta que ella pierda la cuenta, o yo la conciencia, por el dolor que estos me provocaban.

He perdido la sensibilidad en mis piernas, mi espalda lucía como la de un esclavo...cada vez era peor, aunque, yo sabía que, algún día, la haría derramar tanta sangre como la que derramé gracias a sus latigazos y su falta de humanidad.

Durante mi niñez, ella me observaba todo el día, desde el alba hasta el ocaso, sin decir absolutamente nada, como si fuese un fantasma, sigilosa y pasiva, llevaba en su mano derecha un pequeño libro, en el cual anotaba cada error que había cometido, esperaba a que llegase a mi habitación y me colocase mi camisón, luego, era forzada a quitármelo y descubrir mi pequeña espalda, mientras ella me golpeaba sin piedad con aquél instrumento de tortura; y continuaba, hasta dejarme inconsciente, o con heridas muy visibles... esa mujer ha profanado los únicos y pequeños recuerdos de mi infancia.

Juro que algún día haré que ella se arrodille e implore por piedad, pagará todo lo que me ha hecho vivir, por los maltratos, gritos y golpes que me ha propinado, un día se desatará el infierno en su pequeño e injusto mundo.

Kuroshitsuji: La historia antes de lo conocido.Donde viven las historias. Descúbrelo ahora