•02•

9K 1.3K 354
                                    

Jaemin siempre había vivido en la mansión de los Min en Daegu, de hecho, ahí nació y se crió. Hijo de unos simples empleados que solo tuvieron la fortuna de cruzarse con la señora Min.

Jaemin, de niño, siempre fue callado y su mirada profunda era, a veces, inquietante. Como si juzgara todo lo que le rodeaba. Su madre solía decirle que si no cambiaba aquel porte terminaría como un poeta sin sueldo, pero en verdad poco le importaba. Nada le había importado mucho en aquellos tiempos.

Pero esa mirada seria e intimidante cambiaba cuando Youngi lo llamaba para jugar. No es bueno de memoria. De hecho, su niñez son recuerdos borrosos; entre aquellos espejismos de su mente recordaba las veces que chapoteaba en el barro después de la lluvia y luego entraba a la gran cocina a embarrarlo todo de suciedad. Su madre le gritaba que no hiciera eso mientras lo perseguía con una espátula alzada en su mano derecha y él reía durante el correteo. También recordaba a su padre enseñándole a cortar las rosas del jardín sin lastimarse con las espinas para llevarle una rosa a la señora Min y otra a su madre, quienes lo recibían como si del regalo más hermoso del mundo se tratase. Pero a quien siempre recordaba nítidamente era al escuálido Youngi, al pálido Youngi, al tonto Youngi.

Uno de los recuerdos que nunca saldrían de su mente era esa tarde de abril, cuando tenían exactamente 12 y 15 años.

Jaemin estaba en el jardín de los Min, cortando flores, para llevárselas a su habitación por el exquisito olor que desprendían, cuando Youngi apareció ante él con unas tijeras y un delantal que resultaban impropios en él.

— ¿Me enseñas a cortarlas como tú? —Le había preguntado en un susurro casi inaudible pero que para el preadolescente de 12 años fue clara—. También quiero darle flores a mi madre.

Le dijo que se acercara. El azabache obedeció, y arrodillándose al lado del otro chico pelinegro empezó su labor.

Jaemin le había explicado claramente que no tomara las rosas por donde tuviera espinas, sino que lo hiciera por debajo de la flor misma, donde no corría peligro de pinchaduras, y lo cortara con delicadeza.

Claro que las primeras veces había sufrido uno que otro pinchazo, pero conforme el tiempo pasaba las espinas ya no lo molestaban.

Así había empezado la tarea de todos los días de ambos ir a cortar flores, fueran rosas o no, mientras conversaban de cualquier cosa.

A la larga solo querían encontrar algo para hacerlo trizas con las tijeras, tanto que a veces cortaban pedazos de tela de cortinas viejas y los pegaban en la habitación de Jaemin con formas irregulares. Incluso cuando no encontraban más flores qué cortar se sentaban en el pasto, sobre una manta de cuadros lilas y blancos, a pintar distintos tipos de flores en hojas de papel que luego guardaban en un maletín que le habían robado inocentemente al señor Min.

Fue así que cuando las rosas habían vuelto a crecer, un año y medio después, volvieron a cortarlas una por una, sin lastimarse con las espinas. Pero aquel día fue diferente.

Una rosa, la más hermosa de todo el rosal, fue cortada por Youngi con la delicadeza propia con la que trataría todo aquello cuanto tocara por el resto de su vida, y fue entregada a un destinatario diferente: Jaemin.

Le había tendido la rosa acompañada de una mirada tan pura como el cielo mismo de aquel día, pronunciando unas palabras tan simples como un «Son para ti, Jaeminie». El cataclismo que después se formó en Jaemin lo acompañaría con cada mirada que el pelinegro le dedicara, incluso después de quince años.

Aquel simple acto hizo que su choque de miradas pasase de ser inocentes a unas completas de un candor desconocido para ambos.

Pero fue tan efímero... Malditamente efímero que no le alancearía la vida para lamentarse el haber perdido aquellas miradas que bien podrían haber sido suyas, pero que ahora miraban a otro ser.

Thorns © Donde viven las historias. Descúbrelo ahora