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Las cosas fueron de mal en peor desde el desayuno en el Gran Salón. Mi hermoso cielo encantado tenía un pálido y triste color grisáceo y debajo de él, las cuatro grandes mesas correspondientes a las cuatro casas estaban repletas de soperas con gachas de avena, fuentes de arenques ahumados, montones de tostadas y platos con huevos y beicon. Ni siquiera el ostentoso desayuno me puso de buen humor. Ron y yo nos sentamos en la mesa de Gryffindor junto a Hermione y a Will, ambos con libros de tapas gruesas que tenían apoyados en los frascos de mermelada. La frialdad con que nos dijeron «buenos días», me hizo pensar que todavía nos reprochaban la manera en que habíamos llegado al colegio.
Daisy se nos acercó con una gran sonrisa en el rostro. Llevaba dos trencitas y en ellas las adornaba moños de un amarillo brillante que combinaban con su uniforme.
—Buen día—dijo con voz agradable y se sentó al lado de mí—Hermione me advirtió que no dijera nada al respecto, pero varios chicos de mi casa me han estado preguntando por el Ford Anglia y yo creí que...
—No—dijo Hermione severamente—Daisy ya lo hablamos.
La pequeña Granger giró los ojos.
—Tú lo hablaste y yo preferí no escuchar—se volvió hacia mí sin quitar su sonrisa—Varios chicos Hufflepuff hicieron apuestas y digamos que tuve mucha suerte, pero muchos no piensan lo mismo, así que necesito detalles para asegurar los resultados.
—¡Wow!—intervino Ron—¿De cuánto estamos hablando?
—Casi treinta galeones—musitó Daisy con tono de orgullo.
—Devolverás ese dinero—Hermione apuntó con su dedo de manera amenazadora—Mejor apresúrate a desayunar, no quiero que te atrases en tus clases.
La pequeña Granger hizo un puchero.
—Pero yo solo quiero saber.
Hermione me miró con expresión dura y preferí no llevarle la contraria.
