Parte II
Calma, no temais. No voy a comeros de momento, claro.
Si algo he aprendido durante estos últimos meses es a no decir nunca «de esta agua no beberé y este cura no es mi padre». Y es que quién me iba a contar a mí que un día me vería arrodillado sobre el frío, húmedo y pestilente suelo de una alcantarilla cualquiera de la ciudad devorando a mordiscos a una pobre rata que me recordaba a la de cierta película de Pixar.
Lo siento, amiguita, pero yo no elegí esto. Aún respeto la vida humana lo suficiente como para, al menos, intentar evitar lo inevitable. Sin embargo, sé que algún día la atracción por la carne fresca será superior a mí. Soy un zombi, leñes. Es como si le dices a un adolescente que no se masturbe porque se quedará ciego. Sabe que está mal, pero tarde o temprano eso acaba explotando. Pues a mí me pasa igual.
Lo más jodido es que, técnicamente, no necesito comer para vivir, o para mi no vida. La comida que ingiero tal como entra sale, ya me entendéis. Debido a que mi cuerpo está muerto, no hay digestión que valga. Pero es escuchar el pulso de un sistema cardiovascular sano y mis hormonas, o lo que quiera que sean ahora, se disparan en mil direcciones. Instinto, supongo. Menuda jugada.
Resumiendo, que ahí estaba yo, atrapando a esa espantosa y peluda rata con mis propias manos, pidiéndole perdón cuando le devoraba el trasero mientras la pobre criatura me miraba como la mismísima Janet Leigh en la escena de la ducha de Psicosis.
Ésa fue mi primera vez; ha habido muchas más, pero ésa en concreto será difícil de olvidar. ¡Demonios! ¿Cómo se le ocurre a un zombi como yo -por aquellos tiempos pulcro y refinado- comerse a semejante roedor sin quitarle el pelo primero? ¿Qué creéis que pasó? Bueno, pues os confieso un secreto: los zombis también vomitan. Pero no por escrúpulos, como ocurrió en mi caso. Esos de ahí no tienen miramientos. A ellos les pasa sobre todo cuando han ingerido tanta comida que no les cabe en la barriga. Ya he visto varios casos de cerca, y podéis creerme, es encantador.
Lo mejor de ser un zombi es que el peligro se invierte. Dejas de ser perseguido por zombis para ser perseguido por humanos. Sin embargo, estos últimos escasean en los tiempos que corren, así que, cuando te cambias de equipo, tu esperanza de vida pasa de O a 100 en cuestión de segundos.
Bueno depende, también existen los accidentes.
Recuerdo que pocas semanas antes de mi gran salto, apareció ante nuestro campamento -en el centro comercial de la Vila- un tipo rechoncho y unicejo llamado Jean Carlo. El pobre diablo llegó con prisas en una fría mañana de noviembre, golpeando jadeante los barrotes de la barricada que habíamos levantado a modo de defensa en las puertas del complejo.
-Per favoreeee !!! Porca puttana! Pero chè cosa chècosaCHÉCOOOOSAAAA! -gritaba sin parar.
Y no me extraña; instantes después de permitirle el paso y cerrar de nuevo la tapia, unas dos decenas de muertos vivientes aporreaban la puerta como si fuera el puñetero FBI alegando una orden de registro.
Tuvo suerte de ser italiano -por lo que nos explicó más adelante también tenía ascendencia francesa-. Digamos que fue un acto de camaradería por mi parte convencer al resto del grupo de que le dejásemos entrar.
La cuestión es que el hombretón resultó ser un personaje divertido. Antes del Apocalipsis, trabajaba como chef en uno de los restaurantes-pizzería del paseo de la Marina. Por lo visto, se había quedado escondido dentro del local, cebándose como un pequeño becerro que necesita mamar, hasta que los víveres se acabaron y tuvo que salir a por más.
Qué huevos.
Una noche, mientras una horrible tormenta azotaba con sus truenos la cúpula de cristal del techo y creaba figuras danzantes sobre el lúgubre suelo del centro comercial, nos reunimos todos los supervivientes en círculo, tapándonos con mantas, a la vera de una pequeña estufa de gas que cogimos prestada del supermercado. Sentados como una alegre tropa de boyscouts, nos dispusimos a contar nuestras vivencias desde que todo el desastre empezó.
Resulta que Jean Carlo intentó convencernos a todos de que había aprendido a acercarse sigilosamente por detrás de un zombi y retorcerle el cuello al más puro estilo «comando tras la línea enemiga». Según él, había desarrollado esta técnica, en parte, gracias a los nueve meses que antaño había pasado en el ejército de tierra. Nadie se lo quiso poner en duda, pero, al contemplar su aspecto «fuertecito» y sus rollizos mofletes, nos costó tragarnos el hecho de que fuera una especie de ninja antártico. Yo creo que más bien era un flipado del copón. Y es que, una vez, cuando le pregunté si podía llamarle por las siglas «JotaCé» (J.C.) -para abreviar, más que nada-, me miró fijamente arqueando su única y enorme ceja y, con total seriedad, me respondió:
-Mejor llámame CeJota.
Joder, aún me estoy descojonando. Si quería parecer más cool, no lo consiguió, desde luego. En fin, un gran tipo. Lástima que cayera en la primera incursión que hizo con nosotros sobre la ciudad. El hecho ocurrió casi por gentileza de un no
muerto que se escondía debajo del coche en el que C.J. creyó oportuno apoyarse para recuperar aire.
De ahí que os hablara hace un momento de los accidentes. Cuando aquel zombi emergió desde el hueco inferior del vehículo y le agarró por el tobillo, Jean Carlo gritó algo ininteligible, al tiempo que saltaba como si fuera un mono de feria y, por supuesto, nos ponía a todos los del grupo en alerta.
«Gracias, C.J., pero la próxima vez no te quedes ahí y apártate un poco, soldado.»
Uno de los de la cuadrilla, que tenía la mala costumbre de disparar cerrando con fuerza los ojos, mató al podrido a balazos, sí, pero también le dio al pobre chef de lleno en la cara, justo en el entrecejo, arreglándole definitiva e irónicamente aquel pequeño detalle que tanto le afeaba.
No tomamos represalias -como ya he dicho, fue un accidente-, pero Óscar, el que disparó, no volvió a coger un arma durante el resto de su corta vida.
¡Ah! Qué tiempos aquellos en los que cada uno debía cuidar de su propio trasero. Y qué ambigua se me antoja ahora la supervivencia, pues no sé si echarla de menos o alegrarme de que llegara a su fin.