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Parte XIV

Una mala noticia puede llegarte de muchas maneras, ya sea a través de alguien cercano o simplemente al descubrirla con tus propios ojos. Pero independientemente de cómo la recibas, casi siempre te aborda con un jarro de agua fría que quita el aliento.
Así se sintió Anette al comprobar que el fastuoso portón principal de la catedral, cuya superficie de hierro forjado se alzaba bajo un gran arco gótico con arquivoltas, estaba cerrado a cal y canto.
Era de esperar, por supuesto. Cuando me propuso la idea, no le comenté nada porque di prioridad al hecho de salir de esa calle cuanto antes, pero sabía que había un alto grado de probabilidades de que al llegar nos encontráramos exactamente con eso.
En la vida cotidiana, los portales de la catedral permanecían siempre abiertos, y por las noches, normalmente sólo se cerraban las puertas secundarias que había tras ellos. Pero en los tiempos de la guerra contra el muerto viviente, aquél debía de haber sido un lugar muy codiciado, y seguramente muchas personas tuvieron la brillante idea de refugiarse en su interior. Así que, si finalmente no dábamos con una vía de entrada, no nos quedaría otra que dar media vuelta y volver por donde habíamos venido. Por el contrario, si lo conseguíamos, algo me decía que a un servidor le tocaría adentrarse primero para asegurar el lugar, por lo que de camino tomé la precaución de coger un nuevo casco, esta vez de motorista. Era negro con llamas rojas, y lo encontré en el suelo de la plaza colindante a la iglesia, junto a un ciclomotor accidentado a los pies de un árbol.
Antes de proseguir, os diré que, contemplándola desde la plaza, la catedral tenía la apariencia de una fortaleza inexpugnable. Su imponente y gigantesca planta hacía que todo perdiera importancia a su alrededor. Sus noventa metros de longitud por cuarenta de ancho, precedidos por una extensa escalinata neogótica, se mostraban ante el mundo con un soberbio orgullo.
Como todo, esta catedral tenía miles de historias, algunas más tenebrosas que otras. Mi entusiasta interés por la cultura local me había llevado a conocer una de ellas:
Cuentan que una joven doncella que, de acuerdo con la tradición católica, sufrió el martirio durante la época romana fue expuesta desnuda en el foro de la ciudad y que milagrosamente, a mitad de primavera, cayó una nevada que cubrió su desnudez. Las enfurecidas autoridades romanas, al ver semejante incoherencia, lo consideraron una especie de burla demoníaca. Tal fue su crueldad que la metieron en un barril lleno de vidrios rotos, clavos y cuchillos ensartados en el interior que luego lanzaron rodando cuesta abajo por una calle por la que circulaban carros de mulas. Finalmente, fue crucificada ante la visceral mirada de un pueblo ávido de espectáculo.
Más tarde, esta doncella sería reconocida como mártir con el nombre de santa Eulalia, nombre que también terminaría adoptando la propia catedral.
Realmente una historia para no dormir, más aún si es contada en los tiempos que corren. Por eso Anette me pidió amablemente que me callara mientras se la relataba de camino.
-Asustas a la niña, Erico -me dijo.
Supongo que debo culpar de nuevo a mi falta de tacto.
Minutos después, ahí estábamos, en la fachada de la entrada, intentando acceder en aquel refugio de tan considerables dimensiones ante una multitud de figuras de apóstoles, ángeles y profetas que parecían decididos a bloquearnos el paso.
-¿Y ahora qué hacemos? -preguntó Anette con cara de circunstancias.
-La catedral tiene cuatro entradas. Podríamos rodearla y probar suerte en las otras tres.
-No se me ocurre ningún plan mejor. Adelante.
Sin perder tiempo, tomamos la callejuela de nuestra izquierda, rodeando un muro de roca montañosa. A unos cuantos metros por delante, vimos otra de sus puertas de arco ojival, esta vez de mármol y piedra, pero cuando nos acercamos para comprobar su acceso, nos encontramos con el mismo problema de antes: estaba sellada.
-Ésta no sirve -señaló Anette, descartándola rápidamente, y echó a andar de nuevo. Todavía nos quedaba intentarlo con el portón de atrás del complejo y con uno lateral que había en el callejón opuesto. Al final fue este último el que nos brindó una oportunidad. Era una puerta románica, algo más pequeña que las anteriores, con cinco arquivoltas semicirculares sustentadas por tres pilares adosados. Para nuestra satisfacción, sólo hizo falta un pesado empujón para que cediera, quejándose con unos irritantes chirridos rimbombantes. Anette me miró y asintió con la cabeza. La parte más complicada estaba solucionada. Ahora sólo hacía falta abrir la puerta secundaria de madera que se encontraba a un par de metros por detrás de la primera.
-De esto me encargo yo -dijo, poniéndose en cuclillas, y empezó a desmontar su pistola con mano experta, dejando todas sus piezas cuidadosamente ordenadas en el suelo excepto el percutor y el perno de presión, que mantuvo en su mano. (Supe lo que eran gracias a uno de mis constantes trasnochares en vida, producto del insomnio del que acostumbraba a ser presa, durante el cual me había quedado viendo un programa que hablaba sobre armas semiautomáticas de gran y pequeño calibre.) A continuación se colocó enfrente de la cerradura.
Sosteniendo los objetos entre sus hábiles dedos, los introdujo en el pequeño orificio y comenzó a efectuar precisos movimientos con suma concentración.
-Te preguntarás qué estoy haciendo -comentó con la oreja pegada a la puerta, justo al lado del cerrojo-. Es un viejo truco que aprendí durante mi formación militar en Francia.
-Ya veo. Parece sofisticado.
-Lo es -afirmó, y un segundo después se escuchó un rotundo «dado, La puerta quedó desbloqueada-. Bien, Erico. Ahora tu parte. ¿Te importaría entrar y confirmar que es seguro, por favor?
Efectivamente estaba en lo cierto: a mí me tocaba hacer de explorador de avanzadilla. No me importó demasiado. Sabía perfectamente que no había seres vivos en el interior -los habría olido-, ni tampoco zombis, así que en principio no había por qué preocuparse. De todas formas, algo no encajaba: alguien se había tomado la molestia de sellar la catedral; era muy extraño que no siguiera dentro. Fuera como fuese, más me valía ir con cuidado.
-Cómo no -dije al fin, colocándome el nuevo casco, que me bailaba un poco- . Esperadme aquí, no tardaré.
Nada más traspasar la puerta, aparecí en una pequeña capilla. Había tres o cuatro bancos sobre un suelo de baldosas de mármol y la estatua de un santo rezando colgada en la pared izquierda. Era un lugar frío y oscuro, carente de ruidos. A pocos pasos de mí, hacia el frente, se alzaba una reja de hierro con una abertura por donde se accedía al templo. Fui hasta allí y me adentré con paso cauto.
Lo que sentí una vez crucé aquel umbral hizo que me quitara el casco de nuevo. Fue un verdadero deleite para mis sentidos.
Primero reaccionó mi oído, con el majestuoso silencio que reinaba en el templo, cap. de doblegar la voluntad de cualquier hombre. Era una calma mística, de esas que harían susurrar en voz baja aunque se tuviera la certeza de que no había nadie alrededor.
Luego le llegó el turno a la vista, cuando, al mirar de un lado a otro, el colosal tamaño del área me invadió de forma abrumadora. Enormes columnas de arcos se extendían en hilera, unas detrás de otras, sosteniendo bajo sus robustos cuerpos las pesadas bóvedas del techo, las cuales lucían decenas de frescos de distinguidos fragmentos bíblicos. La luz del exterior se colaba a través de las coloridas vidrieras que había en lo alto, todas diseñadas con un mismo esquema de tres calles: el central, con la imagen del titular, y los laterales, con decoraciones geométricas que enmarcaban escudos reales y figuras de ángeles.
Pensé que un lugar tan sagrado en medio de un mundo tan impío era un contraste demasiado atronador.
Por último fue el turno del olfato. Ensimismado con tanta belleza arquitectónica, inicialmente no me percaté del intenso olor a podredumbre que emanaba por todas partes. Dejé de mirar al infinito techo y centré mi atención en la superficie, donde no tardé en descubrir qué era lo que producía aquel fétido aroma. La respuesta a mi anterior pregunta acerca de por qué no había captado signos de vida dentro me llegó sin dilación. Aquello fue un refugio en su día, sí, pero ahora se había convertido en una tumba.
Cerca del altar de ceremonias se amontonaban decenas de cadáveres descompuestos, algunos con vestiduras sacerdotales y otros con ropas de calle. Se esparcían a lo largo de la sala capitular, tendidos sobre extensas alfombras de color escarlata. Sin duda, aquella gente se había encerrado dentro y, bajo el lamento de los muertos que provenía del exterior, habían sucumbido ante la desesperación y el desconsuelo. Quizás murieran de inanición, quizás perdieran la esperanza y se quitaran la vida. Quién sabe. Había madres rodeando los pequeños cuerpos de sus hijos, cadáveres de personas yaciendo de cualquier forma sobre los bancos de rezo y restos esqueléticos de sacerdotes tumbados boca abajo. Era un espectáculo dantesco. En algunas columnas y paredes se leían inscripciones pintadas con vino, o tal vez sangre: «No hay futuro», «Dios ha abandonado la tierra por culpa de nuestros pecados», «Arrepiéntete, el fin está cerca».
Y más epígrafes por el estilo. El lugar estaba repleto.
Hubo uno que me llamó especialmente la atención. Cerca de uno de los confesionarios, en el lateral de la nave, reposaba en el suelo el cadáver de algún tipo de clérigo. Justo encima podían leerse unos trazos que decían lo siguiente: «Para cenar, monaguillos con patatas fritas, muy fritas».
No había dudas al respecto. Definitivamente, alguna de esa gente también había perdido la cabeza. A aquel cadáver en particular lo llevé a rastras hasta el interior del confesionario y lo dejé sentado en la parte del pecador. Pensé que probablemente era donde debía estar.
Por el momento, ya había visto suficiente melodrama, así que deshice mis pasos y volví hasta donde había dejado a Anette y a la niña.
-Parece seguro -les dije al abrir de nuevo la puerta secundaria que daba al portón de la calle-. De todas formas, será mejor que no paséis de esta primera capilla.
-¿Por qué? ¿Hay algún peligro? -preguntó Anette con semblante serio.
-En absoluto. Pero creedme, no os gustaría ver lo que hay más allá.
La mujer asintió conforme y pasaron dentro mientras yo les aguantaba la puerta. Por lo visto, se habían tomado la molestia de bloquear el portón exterior en mi ausencia. Buena idea.
El atardecer llegó con la luz dorada del ocaso reflejándose a través de las vidrieras de las paredes. Paula llevaba cinco horas durmiendo intranquila sobre uno de los bancos de la pequeña capilla. Anette había permanecido la mayor parte de ese tiempo a su lado, arropándola cuando se movía con una pequeña manta que llevaba en su mochila. Más tarde, cuando la niña finalmente cayó en un sueño profundo, la mujer se levantó con cuidado y fue a sentarse en una esquina, bajo la luz de unas velas encendidas, donde sacó su pequeño diario y empezó a escribir páginas enteras, imagino que acerca de los últimos acontecimientos. Me pregunté si me nombraría en ellos.
Por mi parte, bueno, tampoco tenía mucho que hacer, simplemente esperar a que la niña se despertara y estuviera lista para emprender el viaje. Ya nos quedaba muy poco. Si todo iba bien, partiríamos al alba y seguramente aquel Arcángel ya se habría largado de la zona. En cuestión de cuatro o cinco horas más -una vez abandonáramos la catedral-, podríamos estar ya en el límite norte de la ciudad, en la costa, y yo podría volver a mi apacible vida de antes con la satisfacción de haber cumplido mi palabra.
Las miré y mentalmente les deseé mucha suerte en su inminente viaje. Cruzar una ciudad como Barcelona era lo más peligroso, pero, aun así, les quedaba un largo y vasto camino por recorrer, así que seguro que iban a necesitarla. De todas formas, por fortuna, eso ya no sería problema mío.
En determinado momento Anette dejó su libreta en el suelo, bostezó y se puso en pie para estirar el cuerpo. Acto seguido, al verme sentado entre las sombras, sumido en mis pensamientos, se acercó con actitud afable. Ya fuera por aburrimiento o porque me hab ía cog ido más c onf ianza, par eció n o im porta rle inic iar una conversación conmigo. Menos mal que al menos mi olor corporal no resultaba tan desagradable como el de los demás zombis. Yo no me alimentaba como ellos y, por ende, no me llenaba de pestilentes gases como hacían sus estómagos.
-Realmente está agotada -dije, señalando a la niña con un movimiento de cabeza. Ella asintió frotándose los hombros y luego se sentó a mi lado, rodeándose las rodillas con los brazos.
-Es una niña muy fuerte. Jamás pensé que aguantaría tanto. Cuando pienso por todo lo que ha tenido que pasar.
-¿Cómo disteis con ella?
-Es largo de explicar.
-Bueno, tenemos tiempo. -Hice un ademán con las manos mostrando dónde nos encontrábamos.
Anette echó la vista al frente y se mordió el labio, pensativa.
-Sí, supongo que tienes razón -dedujo al fin. Cerró los ojos y respiró hondo-. Hay tanto que contar que no sé por dónde empezar.
-Soy todo oídos -mascullé para ayudarla a arrancar.
-Todo comenzó hace ocho meses, durante el invierno pasado. Por aquel entonces yo estaba destinada en la base de investigación de la que te hablé, en los Pirineos franceses. Formaba parte del pelotón de seguridad dentro del complejo. Era teniente. -Sonrió como si eso ahora le resultara sumamente nostálgico-. Junto a mis camaradas, se encontraban los mejores científicos de todo el mundo, subvencionados con fondos internacionales y confinados allí para encontrar una respuesta a la infección, una solución que pudiera erradicar el virus Z para siempre.
»Hacía poco que había empezado el Apocalipsis, pero la devastación que había causado se había cobrado ya tantas vidas como el equivalente a trescientas bombas nucleares. A este paso, la humanidad quedaría erradicada en un abrir y cerrar de ojos. Necesitábamos más tiempo, mucho más, quizás años antes de poder dar con un antídoto eficaz. Pero no tuvimos tanto -susurró con pesar-. Ante la desesperación de todos nosotros, el mundo fue marchitándose sin que pudiéramos hacer nada por impedirlo. Las olas siguieron rompiendo en las orillas de las playas y los pájaros continuaron cantando en cada amanecer, pero ya no quedaba prácticamente nadie que pudiera escuchar sus sonidos. La humanidad se había extinguido casi por completo, y las pocas personas que resistían se habían visto obligadas a esconderse en cuevas, edificios fortaleza o en complejos remotos como el nuestro.
»Llegó un momento en que incluso nos planteamos abandonar nuestra lucha y vivir el resto de nuestros días de la mejor forma posible, sobrevivir hasta exhalar el último aliento y dejar de nuevo el planeta en manos de la naturaleza. Pero un día, de pronto, nos llegó el aviso sobre una persona que había sobrevivido a una exposición directa al virus. Al principio creímos que debía de tratarse de alguna clase de error. Por lo que sabíamos, en humanos, la enfermedad tenía una efectividad del cien por cien. De todas formas, la noticia procedía de una fuente muy fiable, así que tampoco podíamos descartarla por completo. Las coordenadas que nos enviaron sobre su ubicación fueron imprecisas; indicaban que aquel superviviente se encontraba refugiado en algún lugar de Alemania, pero su posición exacta nos era desconocida.
»Al día siguiente mandamos a un equipo de seis hombres, cuatro militares y dos científicos estadounidenses, con las directrices de encontrar, proteger y traer de vuelta al sujeto para su estudio inmediato. Sería arriesgado, pero no teníamos otra opción. De esa operación probablemente dependería el futuro de la humanidad bueno, más bien los residuos de ella.
»Soltamos a nuestros hombres sobre terreno germano el 17 de febrero de este mismo año. Supimos por las comunicaciones de radio que al cabo de una semana consiguieron dar con el objetivo. Se trataba de un hombre de mediana edad. Según los informes, tenía el cuerpo lleno de mordeduras, pero seguía vivo. Su corazón latía por dentro y su comportamiento estaba lejos de resultar homicida. Lo habían conseguido.
»Fue una buena noticia. En el complejo lo celebramos con vino y música. Por fin podríamos hallar una cura a la enfermedad, por fin teníamos algo con lo que combatirla.
»Por desgracia, la misión estaba abocada al fracaso. Dos días después de aquello, perdimos toda comunicación con el grupo. La última posición que indicó su baliza en el satélite, antes de perder la señal, los situaba en algún lugar cerca de la ciudad de Stuttgart. Nunca más volvimos a saber de ellos.
»Nuestra organización, más afectada que nunca tras ese terrible suceso, también decidió no rendirse bajo ningún concepto. Ahora al menos sabíamos que había una brecha en la estructura celular del virus y que era posible destruirlo o, al menos, eludirlo.
»Nos pusimos en contacto con otras sedes repartidas por el globo y con su ayuda empezamos a importar chimpancés capturados desde diversas partes del mundo. Sabiendo lo que sabíamos, necesitábamos probar nuevas vías de experimentación.
-Un momento -la interrumpí-. ¿Chimpancés? ¿No se supone que hay ratas para eso?
-Sí -respondió con cierta lástima-. Y créeme, no fue agradable. Lamentablemente, las pruebas con ratas nunca habían resultado concluyentes. Los nuevos ensayos requerían de especímenes con un ADN prácticamente idéntico al nuestro, y los chimpancés eran los que más se asemejaban. Nos urgía su noventa y seis por cien to de si militud. Fuer on m edida s desesperada s pa ra tiempos desesperados, lo sé. ¿Pero qué otra cosa podíamos hacer? -Cerró los ojos y negó con la cabeza-. Lo peor es que no dimos. con lo que buscábamos; como mucho, nos quedamos a medio camino. Verás, un proceso de investigación tan complicado exige disponer en todo momento de factores demasiado perfectos y los nuestros eran lim ita dos.
»Lo de Paula fue todo un acontecimiento. -Miró con orgullo a la niña, que ahora dormía plácidamente-. Tras experimentar con primates, utilizamos todos nuestros últimos recursos en un intento desesperado por encontrar a más gente como aquel hombre alemán. Hasta la anomalía genética más extraña que pueda presentar una persona se repite en algún lugar. Siempre hay un patrón, siempre. Así que sólo debíamos saber dónde se encontraba.
»Después de dos meses organizando expediciones por Europa, recopilando información con ayuda de satélites sobre grupos de supervivientes y compartiéndola con otros países, recibimos el chivatazo sobre otro caso idéntico de oposición al virus. Esta vez en Madrid capital, y eso nos quedaba muy cerca. El jefe de operaciones y yo nos miramos sin que hicieran falta palabras. Ambos supimos al instante cuál iba a ser nuestro próximo movimiento.
»Enseguida nos pusimos manos a la obra. Yo partí hacia allí de inmediato junto a un equipo de cuatro personas más. Teníamos un gran compromiso, y esta vez no podíamos fallar. Se trataba del último cartucho que nos quedaba por quemar.
»Al menos conocíamos el lugar exacto. El grupo de supervivientes que debíamos buscar se refugiaba en el IFEMA, la feria de congresos de la ciudad.
»Nos trasladaron a la zona en transporte aéreo y nos soltaron con paracaídas cerca del objetivo. Fue una suerte que el aterrizaje resultara tan preciso, porque así evitamos tener que cruzar la ciudad a pie, con los peligros que eso habría acarreado. Por lo que sabíamos, Madrid era el infierno en su estado más puro, invadido completamente de norte a sur por los muertos vivientes.
»Una vez llegamos al recinto, vimos a los supervivientes guareciéndose en el interior de los oscuros pabellones de la feria. Recuerdo que muchos se calentaban alrededor de cilindros oxidados de basura que ardían a modo de fogatas. Al vernos, nos recibieron como a salvadores. Sus harapientas manos querían tocarnos a nuestro paso, nos lanzaban bendiciones y todos nos suplicaban que los llevásemos con nosotros. Estaban desesperados. No imaginas lo duro que fue intentar no devolverles la mirada. Teníamos una misión sumamente delicada y no podíamos desaviarnos de ella ni un ápice. Llevar a toda esa gente con nosotros habría sido una locura y también un suicidio. Éramos cinco, y si queríamos tener éxito, debíamos volver seis, ni uno más.
»Uno de los supervivientes, el que hacía las veces de líder, supongo, nos condujo hasta la cabaña de chatarra donde se hallaba la niña. Estaba en el interior de uno de los pabellones de concentración. Nos dijo que la habían encontrado hacía unas cuantas semanas, sola, vagando por la ciudad y con el cuerpo lleno de magulladuras y mordiscos. Aún me acuerdo de la mirada de Paula al vernos, sentada en el mugriento suelo, tan serena y valiente, a pesar de estar rodeada de tanto desvarío. Dios sabe lo que debió de ver o sufrir antes de que dieran con ella.
»Convencimos al capataz para que nos dejara llevárnosla tras explicarle la situación en la que nos encontrábamos.
»-Eh, por lo que a mí respecta, vosotros sois los del uniforme, así que no quiero que vuestra mierda salpique a mi gente. Haced lo que se suponga que debáis hacer y luego largaos de aquí -nos dijo, mientras se encendía un cigarrillo.
Era como si estuviera encantado con su cargo y la vida que llevaba, porque fue de los pocos que no intentó convencernos para que lo sacásemos de allí. Tampoco reprochamos sus modales ni discutimos sus métodos de gobierno autocrático. No podíamos permitirnos el lujo de preocuparnos por esa gente, así que hicimos lo que creímos que era correcto: sacar a Paula de allí de inmediato e intentar llevarla hasta el com plejo.
»Bueno. -Hizo una mueca de fastidio-. Es evidente que no lo conseguimos. El avión de rescate fue asaltado mientras nos esperaba en el punto de extracción, en las mismas pistas del aeropuerto. No supimos qué fue exactamente lo que sucedió en Barajas porque los únicos indicios que pudimos escuchar por radio fueron una serie de explosiones en cadena. Tal vez sufriera un accidente, o tal vez fuera arrasado por algún Arcángel, quién sabe. Por aquel entonces ya empezaban a oírse rumores de su existencia.
»Sea como fuese, no nos quedó más remedio que ascender a través de la península. Noches a la intemperie, mala alimentación, refugios improvisados a toda prisa en el interior de edificios destrozados y en ruinas. Lo que empezó como un trayecto despiadado y cruel terminó siendo una auténtica odisea por nuestra supervivencia. Mi equipo estaba formado por hombres duros y leales, dispuestos a sacrificarse por un fin, pero también eran demasiado caballerosos y temerarios. Quizás en exceso. A pesar de ser su teniente, estaban empeñados en sobreprotegerme, y, en el transcurso de una terrible emboscada que sufrimos cerca del delta del Ebro, se aseguraron de dejarme al margen mientras ellos hacían de barrera contra los zombis. Al final acabaron cayendo en sus garras, uno por uno, sacrificando su vida por nosotras. Paula y yo conseguimos escapar por los pelos de aquel lugar. Fue horrible.
»Tras varios días sin dormir, logramos llegar a Barcelona, donde, moribundas y hambrientas, nos acogieron en la fortaleza de Gracia. Fueron muy amables, nos dieron comida y alojamiento y, cuando nos recuperamos, me dejaron contactar con mi base y explicarles la situación. Al oírlos de nuevo, parecían muy preocupados. Dijeron que ya habían dado por perdida la operación. Lloraron las muertes de mi equipo, pero también se alegraron muchísimo de saber que la niña y yo seguíamos con vida. Luego me ordenaron que me quedara allí, que nos mantuviéramos a salvo, que enviarían a un equipo de rescate cuanto antes. -Los ojos de Anette se humedecieron-. Escuché la voz de mi marido por última vez prometiéndome que todo iba a salir bien. Me aseguró que vendría a por mí y que estaba deseando abrazarme. Se llamaba Kristoff, y era uno de los hombres que viste en aquel jeep. - Me miró secándose las lágrimas-. El resto ya lo sabes.
-Vaya -murmuré sin saber bien qué clase de palabras debía utilizar en esos momentos-. Yo creo que jamás habría imaginado que hablaras tanto.
Anette soltó una pequeña carcajada mientras aún corrían las lágrimas por sus finas mejillas.
-Pues ya ves -contestó-. Ahora entiendes por qué me esfuerzo tanto en llevar a esta niña hasta los Pirineos. Mi gente debe saber que seguimos con vida, que no todo está perdido.
-¿Qué te hace pensar que no habrán abandonado ya la base o dejado de luchar para vivir sus vidas por su cuenta?
Negó con la cabeza.
-No. Eso jamás lo harían. Sabiendo que existe un porcentaje, nunca dejarán de int enta rl o.
-Entiendo.
Realmente su historia me resultó fascinante, y su determinación, más que loable. Por desgracia, era muy probable que no lo consiguieran. Una verdadera lástima.
-¿Y qué hay de ti? -me preguntó a continuación.
-¿De mí?
-Sí. ¿Qué fue lo que te pasó?
-¡Bah! Déjalo, no creo que quieras escucharlo.
-No. Cuéntame, vamos -me pidió, decidida-. Me interesa mucho saber más de ti, podría aportarme datos muy interesantes.
«¿Por qué no?, pensé. Sería la primera vez que se lo contara a alguien. Incluso puede que me desfogara al hacerlo.
Medité en ello unos momentos mientras escarbaba en mi memoria, pero me di cuenta de que mis recuerdos sobre aquel día estaban algo borrosos; era como si los viera a través de un estanque de agua turbia, así que tuve que esforzarme un poco.
-No hay mucho que contar -consideré, y me puse a juguetear con una pequeña piedra que había en el suelo-. De lo último de lo que me acuerdo en vida fue de ver a la gente del centro comercial donde nos escondíamos correr despavorida por las escaleras mecánicas en dirección a la planta superior. Después, yo me quedé junto a otro hombre intentando fortalecer la barricada de la entrada, aunque no sirvió de mucho.
»Recuerdo oír un fuerte estruendo y acto seguido contemplar una inmensa masa de muertos vivientes entrando por doquier en el refugio. Entonces, todo se volvió oscuro y sólo sentí dolor.
»Cuando volví a despertarme, me encontraba tumbado en el suelo. Era de noche y tenía mucho frío. De repente, unos pies pasaron arrastrándose por mi lado, y luego otros. Me incorporé como pude, aún aturdido, y cuando lo conseguí grité horrorizado ante lo que vi. Era toda una maldita concentración de zombis rodeándome. Estaban por todas partes, paseándose por mi lado con el resonar de sus gemidos. Me asusté mucho. Mi primera reacción fue la de echar a correr, pero las piernas no me respondían; mientras cojeaba intentando apartarlos a mi paso, me pregunté por qué no me atacaban, y por qué ni siquiera giraban la cabeza para mirarme.
»No me detuve ni un solo instante. Al final llegué hasta los lavabos de un metro abandonado y cuando me planté delante de un espejo contemplé con horror que tenía la cara desgarrada y la piel cianótica. -La piedra que sostenía en mi mano se hizo añicos y lancé al aire la diminuta parte que había quedado entre mis dedos-. En fin, aceptar que me había convertido en uno de ellos fue lo más difícil. Durante varios días, creí que me había vuelto loco, o que simplemente debía de tratarse de una pesadilla.
-Debió de ser horrible -comentó con tristeza, como apiadándose de mí. Eso no me gustó demasiado, pero no podía culparla por tener sentimientos, cualidad de la que yo carecía.
-Tranquila, acabé acostumbrándome -concluí.
-¿Cómo te sientes ahora?
-Estoy bien, aunque hay veces que parece que vaya a perder la cabeza. Últimamente empiezo a tener alucinaciones y visiones muy extrañas para las que no encuentro explicación. Pero, por lo demás, no me quejo.
-¿Alucinaciones? -Su expresión se tomó muy seria-. ¿Qué clase de aluc ina cion es?
-No sé, fantasmas que me espían, ositos de peluche que me guiñan un ojo. Lo típico ¿Por qué? ¿Ocurre algo?
Anette se puso tensa y cambió de posición, colocándose de rodillas frente a mí. Se le notaba preocupada.
-Erico, tienes que decirme ahora mismo cuándo te suceden esas alucinaciones.
-¿Me quieres explicar qué narices te ocurre? Parece que vayas a estallar de los nervios.
-¿Te pasan cuando estás alterado por algo?
-Oye, ¿cómo lo has sabido?
-¡Contesta, maldita sea!
-Sí, normalmente sí. Venga, ¿vas a contarme a qué viene todo esto o no? Anette se llevó una mano a la boca.
-Oh, Dios mío.
-Joder, Anette, ya basta. Al final vas a hacer que me preocupe.
-No, tú no lo entiendes -Me miraba como si todo le encajara de repente-. Cuando te he dicho que hicimos pruebas con chimpancés, no te he contado con qué clase de resultados nos encontramos.
Fruncí el ceño.
-Continúa.
-De los 433 primates con los que experimentamos, hubo dos de ellos, los que tenían los genes más fuertes, que presentaron cierta resistencia al virus.
-Ajá -La cosa se ponía interesante.
-Sus funciones vitales, excepto las cerebrales, interrumpieron su actividad, y sus cuerpos se tornaron rígidos, pero, a diferencia de los otros, éstos se comportaban con normalidad, sin muestras de violencia ni conducta agresiva. Pasado un tiempo prudencial, decidimos juntarlos con el resto de especímenes infectados que sí habían sucumbido totalmente a la enfermedad. Al mezclarlos, estos dos sujetos únicos fueron ignorados por completo, pero ambos se pusieron muy nerviosos y se acurrucaron en las esquinas, exaltados al ver a sus compañeros enfermos vagando por la misma sala. Al poco rato, sus sensores cerebrales empezaron a mostrar gráficas con series picudas e inestables, como si estuvieran sufriendo desvaríos o un leve trastorno de personalidad. Con el tiempo, estos procesos ilusorios en los dos chimpancés se manifestaron con más frecuencia, hasta que, aproximadamente seis semana s después de haber les inoc ulado el virus, terminaron volviéndose exactamente como los demás. Su violencia y su hambre de presas vivas crecieron gradualmente, perdieron completamente la razón y al final también tuvieron que ser sacrificados.
-Anette -la interrumpí-. ¿Adónde demonios quieres ir a parar? Ella me miró severamente.
-No estoy segura, pero creo que sé por qué tienes esas alucinaciones.
-A ver si lo he entendido. -Me puse en pie. Desde luego que si pretendía acojonarme, lo estaba consiguiendo-. ¿Insinúas que me estoy convirtiendo en uno de esos zombis salvajes y sin moral de ahí afuera? ¿Es eso?
Anette negó con la cabeza sin saber qué responder.
-¿Cuánto tiempo me queda? -exigí saber, consciente de que era muy probable que ella estuviera en lo cierto. Yo mismo no había querido reconocerlo, pero últimamente mi necesidad de carne fresca se hacía cada vez mayor, una necesidad que hasta ahora suplía como podía con gusanos y ratas de las alcantarillas.
-No lo sé. Está demostrado que los procesos de mutación del virus en un chimpancé son cinco veces más rápidos que los de un humano. Ni siquiera sé con certeza si te va a pasar, Erico.
La agarré por los hombros, procurando no hacerlo demasiado fuerte. Ahora era mi turno de ponerse serio.
-Anette, hace seis meses que me infecté. Necesito que me digas exactamente de cuánto tiempo dispongo.
Parecía muy asustada y le costaba hablar. Tras una breve pausa, lo hizo como si me pidiera perdón.
-Dos meses. Tal vez tres.
La solté de inmediato y sentí un fuerte mareo que me obligó a apoyarme en la pared. Ella se puso de pie e intentó ayudarme, pero la aparté con una mano.
-¡No me toques! -exclamé, asqueado de mí mismo.
Acto seguido, eché a andar, aún aturdido, en dirección a la reja de hierro que llevaba al interior del templo.
-¡Erico! -me llamó-. ¿Erico, adónde vas?
-A confesarme -respondí mientras me iba-. Tal vez así el de arriba decida dejar de joderme.
Es cierto, todos tenemos miedo a recibir una mala noticia, ya sea descubriéndola con nuestros propios ojos o a través de alguien cercano. La mayoría siempre te abordan como un jarro de agua fría que quita el aliento. Pero algunas, únicamente unas pocas, consiguen calar tan hondo en tu alma que no puedes permitirte olvidarlas jamás, sólo aprender a convivir con su condena durante el resto de tus lúgubres días.

Diario de un zombiDonde viven las historias. Descúbrelo ahora