•XIX•

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Parte XIX

Paula seguía durmiendo cuando decidí salir de nuevo al exterior, de madrugada. Esta vez lo hice por el portón principal del taller, que quedaba en el lado opuesto de la fachada. Había una copia de las llaves en la oficina, y no os imagináis el alivio que supuso para mí no tener que trepar otra vez por aquella condenada ventana.

Antes de marcharme, escribí una nota en el reverso de una de las facturas que había sobre la mesa. La nota ponía: «Seguramente volveré. No llores, no grites y no te muevas de ahí».
Me alegró comprobar que me estaba volviendo un poco más cuidadoso. Al menos ahora había aprendido que es conveniente dejar notas antes de marcharse para evitar posibles ataques de histeria.

La suave brisa remolineaba la fina arenilla del suelo de la calle. Muy pronto la luna se escondería para dar paso a un nuevo día, y en el lejano horizonte ya afloraba el débil brillo del alba.
Todo el ancho de la calle estaba inmerso en una quietud sobrecogedora. Los diversos edificios de empresas ya abolidas eran los únicos testigos mudos de una eterna y progresiva decadencia.
Las puertas de algunas naves y almacenes permanecían abiertas de par en par, con las rejas de aluminio alzadas hasta la mitad. Parecía que aquellos arrabales hubieran sido abandonados con prisas.

Cuando el mundo se va al garete y tu vida es carne de cañón, ¿para qué preocuparse por cerrar la puerta?

Ante mí se encontraban los suburbios menos acogedores en los que me había tenido que adentrar jamás. Así que suspiré, hice de tripas corazón y avancé con decisión.

Mi objetivo era conseguir algo de comida en aquellos parajes. No es que me apeteciera hacerlo -de hecho, lo aborrecía-, pero tampoco era cuestión de matar de hambre a la cría.

No obstante, cada vez tenía más claro que esta absurda minifamilia se iría muy pronto al garete, a no ser que encontrase a alguien con quien dejarla, y eso no iba a ser tarea fácil. De momento, lo único que podía hacer mientras no llegara el relevo era mantenerla con vida. Pero por su bien y por el mío propio, más valía que fuera un reto a corto plazo.

-Si es que es lo más sensato.-Iba hablando solo mientras andaba con la mochila a cuestas y las manos metidas en los bolsillos. Unos nubarrones blancos y grises asomaron con las primeras luces del día, cubriendo las abandonadas calles con una penumbra plomiza-. Yo no puedo hacer esto solo, sencillamente no puedo.

Para mí, aquél era motivo suficiente para no sentirse culpable cuando llegara el momento de abandonarla.

-Porque desde luego que ese momento va a llegar -me dije a mí mismo, paseando la vista por todas partes en busca de algún almacén de comida o víveres-. En algún lugar tiene que haber alguien que pueda hacerse cargo...

Tras varios pasos especulando con exiguas posibilidades, me topé con una pequeña caja de cartón que había en mitad de la acera y, sin poder remediarlo, la chuté en un súbito arranque de ansiedad.
-¡¿Y dónde narices hay un supermercado por aquí, eh?!

Después de un buen rato registrando el área sin éxito, mi paciencia empezó a agotarse. No había más que almacenes de productos textiles, factorías de electrónica y, sobre todo, negocios de material chino.

Los pensamientos en voz baja pasaron a ser murmullos de auténtica irritación.

-Paula tiene hambre, pues dale de comer Paula... esta cansada, pues busca un sitio donde pueda dormir, y todo eso no debe importarte ¡porque no eres más que un maldito zombi! ¿Qué más dará un poco de sacrificio por tu parte? Total, dentro de tres meses ni te acordarás.

Diario de un zombiDonde viven las historias. Descúbrelo ahora